Pero aún hay más. El cadáver de Osiris desciende por el Nilo en un arca tallada en madera de acacia, Moisés surca el mismo río en un cesto de juncos y es salvado por la hermana del faraón; el pueblo judío cruza el desierto precedido por el Arca de la Alianza, a cuyo paso se abre el Mar Rojo; y Jesús es bautizado y recibe el Espíritu Santo en Gilgal, el vado del Jordán donde Elías -como antes Enoc- fue arrebatado a los cielos en «un carro de fuego», cerrándose así el ciclo iniciático.
La leyenda jacobea nos ofrece aún más «guiños». Cuenta, por ejemplo, que la cabeza de Santiago viajó mágicamente desde Palestina hasta Galicia en una barca, que fue a vararse justamente en la playa de Noya, localidad gallega cuyo nombre y leyendas evocan a Noé y al Arca (AÑO/ CERO, 121).
También es evidente que los patriarcas bíblicos postdiluvianos se consideraban depositarios de un precioso legado genético que les hacía casarse incluso con sus propias hermanas, como los faraones. Este incesto sagrado -Abraham se unió a su medio hermana Sara-, sólo podía tener como fin perpetuar la esencia divina de Noé, cuyo aspecto físico, según el Libro de Enoc, recordaba más al de los Vigilantes que al de los hombres. El propósito que éstos perseguían era instituir en la zona una nueva saga de reyes y gobernantes sagrados que condujeran a sus respectivos pueblos, en su evolución espiritual, hacia el monoteísmo. Al final del largo camino, nos esperaba la inmortalidad.
Pero el hombre volvió a cometer el mismo error y confundió la materia con el espíritu. Ni los reyes sumerios ni los faraones egipcios -a excepción de Akhenaton- comprendieron que ese liderazgo era de carácter místico y utilizaron sus conocimientos y poder para imponerse a los hombres, vanagloriándose de su sangre azul venida de las estrellas.
AKASICO
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