El 30 de diciembre de 1975, el satélite estadounidense Landsat 2 fotografió un área de la jungla peruana en el departamento de Madre de Dios.
La imagen del área forestal mostró doce puntos, en grupos de a dos, simétricos y regulares.
Inicialmente, se pensó que había sido un error, pero luego de atentos análisis de expertos cartógrafos como A.T. Tizando, se llegó a la conclusión de que aquellos extraños objetos en el bosque tenían que ser muy altos, al menos 150-200 metros. Si estaban dispuestos en forma simétrica, no podían ser formaciones naturales, sino productos del hombre. Tal vez eran pirámides construidas en un pasado remoto por motivos rituales o ceremoniales.
Las llamadas pirámides de Pantiacolla (del aymara: lugar donde se pierden los Collas), se encontraban en una zona de selva lejana e inexplorada, situada en la jungla de Madre de Dios, un lugar casi inaccesible.
Rápidamente, se empezó a fantasear. El hecho de que muchos consideraran al área de Madre de Dios como el sitio donde los Incas se escondieron después de la llegada de los españoles a Cusco en 1533 y la supuesta existencia de una ciudad suya escondida en la floresta, denominada Paititi, no hicieron más que alimentar la creencia de que estas pirámides tenían que ver con la leyenda de El Dorado. Además, su relativa cercanía con los bellísimos petroglifos de Pusharo, lugar misterioso situado en el Río Shinkibeni, al interior de la selva primaria del Manu, impulsó a algunos exploradores a ir a la zona con la intención de desvelar sus misterios.
La primera persona no indígena que se acercó a las pirámides fue el japonés Yoshiharu Sekino, en 1977. El joven, aunque no logró llegar al enigmático lugar, tuvo contacto con numerosos nativos Matsiguenkas y contribuyó a hacer conocer su cultura, hasta entonces prácticamente desconocida.
Cuando, en 1979, los cónyuges Herbert y Nicole Cartagena descubrieron ruinas incaicas cerca al Río Nistron, llamadas luego Mameria, se comprobó que los Incas se habían adentrado en la selva situada al oriente de Cusco, buscando escapar de los conquistadores. El interés por la jungla de Madre de Dios volvió a crecer.
El enigma de las pirámides de Pantiacolla (llamadas también Paratoari, en lengua Arawak de los Matsiguenkas), permanecía.
La primera vez que se sobrevoló la zona de las pirámides fue en 1980, en una expedición organizada por el arqueólogo italiano Giancarlo Ligabue. No obstante, el primer explorador que llegó hasta allí fue el arqueólogo estadounidense Gregory Deyermejian, en 1996, acompañado por los guías Paulino e Ignacio Mamani, y por el hijo del doctor Carlos Neuenschwander Landa, Fernando. Después de profundos estudios del territorio, llegaron a la conclusión de que las llamadas pirámides no eran otra cosa que extrañas formaciones naturales.
Sin embargo, para otros exploradores, las cosas no son así de fáciles: luego de varios viajes a la zona del Río Negro, afluente del Palotoa, sostuvieron que éstas son naturales, pero que fueron modificadas por el hombre en épocas pre-incaicas y que tienen relación con la ciudad perdida de los Incas, Paititi. Según otros investigadores, las pirámides fueron utilizadas como lugares rituales y religiosos por los Incas que se adentraron en la selva.
Cuando en el 2001, el arqueólogo italiano Mario Polia encontró, en los archivos vaticanos, una carta original del jesuita Padre López, que databa de los primeros años del siglo XVII y que estaba dirigida al quinto general de la Compañía de Jesús, Claudio Acquaviva, el misterio de la ciudad perdida volvió a fascinar al mundo. En efecto, en la carta, considerada original, se describía el reino de Paititi, próspero en 1600, y riquísimo en oro y en piedras preciosas.
Por tanto, volvió a hablarse de las misteriosas pirámides como un lugar ancestral erigido por el hombre en el lejano pasado y en las cercanías del cual los Incas construyeron su Paititi para escapar de las fuerzas del mal, representadas en los conquistadores. Según estas creencias, en las pirámides se encontraría la clave no sólo de Paititi, sino también de la fantástica cultura amazónica que las edificó en tiempos remotos.
“Además de estas poderosas ciudades, los Padres Antiguos erigieron tres recintos religiosos sagrados: Salazere, en las zonas altas del Gran Río; Tiahuanaco, sobre el Gran Lago: y Manoa, en la llanura elevada del Sur. Eran las residencias terrestres de los Maestros Antiguos y un lugar prohibido para los Ugha Mongulala. En el centro se levantaba una gigantesca pirámide, y una espaciosa escalera conducía hasta la plataforma en la que los Dioses celebraban ceremonias desconocidas por nosotros. El edificio principal estaba rodeado de pirámides más pequeñas e interconectadas por columnas, y más allá, sobre unas colinas creadas artificialmente, se situaban otros edificios decorados con láminas que resplandecían.Cuentan los sacerdotes que con la luz del Sol naciente las ciudades de los Dioses parecían estar en llamas. Éstas radiaban una misteriosa luz, que se reflejaba en las montañas nevadas.”” También los recintos religiosos son un misterio para mi pueblo. Sus construcciones son testimonio de un conocimiento superior, incomprensible para los humanos. Para los Dioses, las pirámides no sólo eran lugares de residencia sino también símbolos de la vida y de la muerte. Eran un signo del sol, de la luz, de la vida. Los Maestros Antiguos nos enseñaron que hay un lugar entre la vida y la muerte, entre la vida y la nada, que está sujeto a un tiempo diferente. Para ellos, las pirámides suponían una conexión con la segunda vida”.
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