EL PESCADOR - 5ª parte - KOIBA -
El pescador cerró sus ojos y se dispuso a esperar la llegada del tránsito que lo llevaría hacia el reino de las estrellas. Ya no sentía frío ni calor, ya no tenía hambre ni sed, una intensa paz se adueñó de su ser y un extraordinario espectáculo de luz se abrió paso en el infinito mundo de su mente. Poco a poco, comenzaron a presentarse ante él, multitud de rostros conocidos, rostros de personas que ya habían viajado al reino del Padre Creador mucho tiempo atrás y que formaron parte de su vida. Reconoció de inmediato al viejo maestro pescador que le enseñó todo lo que sabía de su profesión, quien le adiestró en como respetar al Gran Padre Océano, tomando de él sólo lo necesario, en navegar acariciando la superficie del mar para no perturbar su descanso y evitar desatar su devastadora cólera. También, junto al anciano, apareció el rostro de la primera mujer procreadora que consintió en tener relación carnal con él. Aquella con la que pasó toda una noche y quien le enseñó los secretos del humano placer de la cópula, que desde entonces no había vuelto a ver, pero que dejó marcada su imagen para siempre en el recuerdo. El rostro del gran sacerdote del templo de los niños volvió a contemplar al pescador, como cuando siendo muy pequeño lo destinó a convertirse en un miembro del gremio de pescadores y lo alejó de lo que realmente ansiaba ser, un miembro de la casta guerrera. Desde entonces, había odiado a aquel sacerdote, pero siempre en silencio, sin dar a conocer sus sentimientos, pues de haberlo hecho le hubiera costado la vida.
De nuevo se encontró en la hermosa ciudad de los nobles y volvió a pasear por sus impresionantes avenidas, contempló los ricos comercios y la extraordinaria arquitectura de sus edificios. Visitó el grandioso templo del Dios Padre pero, esta vez, se situó en la zona donde los poderosos oraban y nadie le impidió que lo hiciera. Se acercó sin temor a las hermosas mujeres de los ricos que allí se encontraban a las que acarició sin pudor. Todo era posible para él y ésto sólo podía suceder si había llegado a la mitad del tránsito y se encontraba en el Walha.
Sí, todo lo que le había contado su anciano instructor era cierto. Aquellos que servían bien y fielmente a sus señores y al rey de los hombres tenían la recompensa del Walha, el paraíso previo a la llegada al reino de las estrellas donde sus almas vivirían eternamente bajo la protección del Creador. Durante un tiempo sin medida, recibiría las recompensas que deseara, sin límites ni reglas, como sólo podían hacerlo el rey y las clases dirigentes en el mundo terrenal y que ahora, él estaba autorizado a disfrutar. Después, una vez satisfechos sus más profundos deseos materiales y carnales, saciados sus más humanos instintos, podía continuar el tramo final que le llevaría a la casa del Padre.
Encaminó sus pasos hacia un rico palacio y se introdujo en él. En la entrada del inmenso salón principal se encontraba, para recibirle, el señor de la casa. Con mil y una reverencias, le invitó a la gran mesa en la que se encontraban preparados multitud de apetitosos y variados manjares, así como grandes recipientes de oro que contenían deliciosas bebidas. Junto a él, se sentaron las hermosas y jóvenes mujeres del propietario del lugar que continuamente le ofrecían comida y bebida, a la vez que le deleitaban con la visión de sus maravillosos y desnudos cuerpos y con las sensuales caricias de sus suaves y blancas manos. El pescador comió y bebió con gran ansiedad pero, de forma inexplicable, todo lo que comía no le proporcionaba plenitud alguna y por más que bebía no percibía la más mínima satisfacción en su garganta. Contempló incrédulo a los otros comensales que se hallaban en la misma mesa y pudo comprobar que ellos sí daban la sensación de estar disfrutando de aquellos manjares y gozando plenamente de las caricias de sus bellas e incansables acompañantes pero, él, inexplicablemente, no sentía nada.
Llevado por varias de las muchachas, se dirigió hacia un rincón del gran salón donde se encontraban habilitados, en el suelo, bellos y mullidos almohadones sobre los cuales y después de ser desprovisto de sus ropas por sus serviles acompañantes, se acomodó. Las bellas mujeres se abalanzaron sobre él con el evidente propósito de llenar al pescador de placenteras y sensuales sensaciones pero, de nuevo, continuó sin sentir nada. Desorientado por lo que estaba sucediendo, comenzó a percibir que la brillante luz del lugar iba atenuándose mientras que, sobre su desnudo cuerpo, las voluptuosas mujeres le continuaban obsequiando con todo tipo de besos y caricias. En ningún momento llegó a percibir el calor de sus pieles ni a sentir el peso de sus cuerpos y lentamente, las imágenes y los sonidos del lujoso palacio se fueron desvaneciendo.
Del fondo del salón, ya en penumbras y rodeada de una extraña niebla, pudo distinguir la imagen de una pequeña mujer que, lentamente, se acercaba llevando en sus manos un odre. La oscuridad se hizo absoluta y el sonido del gran salón y las personas que en él se encontraban desaparecieron definitivamente. Fue entonces cuando el pescador comenzó a sentir en su interior los latidos del corazón y suavemente sus oídos escucharon el tenue crujir de ramas quemándose en una hoguera. Sus labios recibieron la maravillosa bendición del líquido de la vida y unas pequeñas manos humedecieron su rostro y lavaron sus resecos y dañados párpados. Lentamente, el pescador fue abriendo los ojos y pudo contemplar estupefacto a su lado lo que en un principio creyó que se trataba de una niña.
Inmóvil por la extrema debilidad, no apartó en ningún momento su vista del ser que se movía a su alrededor, con la clara intención de ayudarle. Continuaba aturdido y sin saber qué realidad había vivido poco tiempo antes pero lo que resultaba cierto, a diferencia de la presunta visita al Walha, era que ahora sí había sentido sobre su cara el contacto de aquella mano y también había disfrutado del maravilloso frescor del agua que el pequeño ser había depositado en su boca. A medida que su visión mejoraba, el pescador pudo comprobar que, lo que un primer momento pensó que era una niña, en realidad se trataba de una mujer adulta de pequeña estatura, aunque físicamente bien proporcionada y con unos rasgos que jamás había visto y que le dejó extremadamente sorprendido, a pesar de tener la piel clara, sus ojos y sus cabellos eran oscuros.
Cuando la mujer se percató de que el desconocido daba signos de haber recuperado la consciencia se acercó a él, al tiempo que extrajo un manojo de plantas que llevaba en una especie de capacho y, tomando unas cuantas, las introdujo en su boca. Después de masticarlas pacientemente las depositó en su mano y con gran delicadeza las fue introduciendo en la boca del pescador quien, con gran dificultad, las ingirió. Poco después volvió a dar de beber a aquel gigantón que había encontrado prácticamente muerto y posteriormente se quedó sentada a su lado sin hacer el más mínimo movimiento. El pescador y la mujer estuvieron observándose durante un buen rato hasta que, de repente, la mujer señaló con su dedo índice al hombre, para posteriormente dirigirlo hacia las estrellas que brillaban en la noche, repitiendo varias veces el mismo gesto. El pescador creyó entender lo que le intentaba decir y comenzó a mover levemente y de forma negativa su cabeza. Tras un momento de pausa y volviendo a señalar hacia el hombre, pronunció repetidamente una palabra en una desconocida lengua: ¿koiba?.
Poco a poco, el sueño reparador se fue apoderando del hombre. La Luna ya estaba cerca de poniente y el naciente día no tardaría en llenar de luz la nueva tierra.
¿Koiba?, volvió a repetir la mujer ante la incomprensión más absoluta del pescador, quien no era capaz de interpretar aquello que su pequeña salvadora insistía en darle a entender. Después de un rato, cejó en su empeño y le volvió a dar de beber con gran delicadeza, lo que fue maravillosamente recibido por la reseca garganta del débil y desconcertado marino. Viendo que no conseguía ser comprendida, se puso en pie y comenzó a buscar por la cercanía más ramas con las que avivar las llamas de la hoguera. Cuando pudo conseguir las suficientes para garantizar que mantuvieran el fuego durante un buen tiempo, se acomodó en el suelo y se dispuso a dormir cerca del calor de la fogata. El pescador contempló todo lo sucedido con enorme fascinación. Sus extremidades no respondían en absoluto a las órdenes que su cerebro enviaba y su cuerpo no tenía la más mínima capacidad para moverse, a excepción de sus enturbiados ojos, a través de los cuales intentaba asimilar la realidad de la existencia de aquel pequeño ser que lo tenía totalmente desconcertado. Centró su mirada en la mujer que yacía cerca de él. Observó que su cabello y buena parte de su cuerpo estaban cubiertos de barro, posiblemente para protegerlos del sol y de las picaduras de los insectos que ya se habían cebado en él y cuya existencia indicaba la presencia de agua en las cercanías. La tenue luz de la hoguera le permitió contemplar con nitidez que se trataba de una hembra adulta y a pesar del barro que cubría parcialmente su cuerpo, pudo distinguir gran cantidad de cicatrices, producto sin duda de vieja heridas. Sus mamas eran pequeñas y flácidas, su nariz achatada, su piel clara pero muy ennegrecida por el sol y su pelo y sus ojos, oscuros. No, jamás antes había visto a un ser como ella.
Cuando el pescador supo que el joven Rey de los hombres, confiado en la fuerza de su poderoso ejercito, se había negado a entregar el tributo de vírgenes al mensajero del Dios de la Muerte, tomó la decisión de abandonar la isla continente y poner rumbo hacia donde nacía el Sol. Escogió morir en la inmensidad del Padre Océano antes que sucumbir al fuego destructor de los tronos voladores. Su única esperanza de sobrevivir, residía en aquello que su viejo maestro, en el más absoluto de los secretos, le contó sobre la leyenda jamás demostrada y que fue transmitida a través de generaciones de pescadores, de la existencia de otra tierra más allá del horizonte. Los sacerdotes, hablaron siempre de que la única masa terrestre en el planeta era la del reino de los hombres, donde el Padre Creador había llevado a su pueblo para que vivieran y se multiplicaran ante su divina complacencia. En la liturgia del templo se explicaba que fuimos hechos a imagen y semejanza del Creador y que nuestro origen residía en el reino de las estrellas pero que, desgraciadamente, sucedió una terrible guerra en el universo de la cual salieron vencedores los dioses del mal y fue entonces cuando tomaron posesión del reino de los hombres, los cuales y para evitar ser exterminados aceptaron las condiciones que les fueron impuestas.
No contó a nadie su intención de abandonar la isla, pues de haberlo hecho habría sufrido el castigo que esperaba a los que desobedecían las ordenes de los sacerdotes y cometían el pecado de abandonar a su rey. Partió al amanecer como si de una jornada normal de pesca se tratara y poco a poco se fue alejando de la tierra natal hasta desaparecer de su vista engullida por el horizonte.
Todo lo que aconteció en los días posteriores, demostró que el poderoso ejército del joven rey que se enfrentó a los dioses, no tenía la más mínima posibilidad de vencer y que, desgraciadamente, solo el pescador había podido sobrevivir al exterminio de su raza, siendo llevado a lomos de montañas de agua hasta donde ahora se encontraba y que confirmaba que la leyenda transmitida a través de generaciones de pescadores, era cierta. Existía otra tierra más allá del horizonte pero, la presencia de otros seres humanos en la nueva tierra resultó un auténtico choque emocional para el último del reino de los hombres.
Mientras la pequeña mujer dormía plácidamente, el pescador intentó poner orden en sus más recientes vivencias. Recordó su estancia en el Walha o cuando menos, lo que él creyó haber vivido en el paraíso previo que existía, según las historias que le explicaron desde bien pequeño y que era la antesala de la vida eterna junto al creador, una vez abandonado el mundo de los vivos. Sin embargo, cuando en pleno éxtasis de los sentidos vio aparecer entre brumas a aquella pequeña mujer llevando un odre de agua en sus manos, resultaba evidente que era ella la que lo había arrancado del reino de los muertos, volviéndolo a traer al mundo de los vivos y ahora se encontraba sin un hálito de fuerza y a merced de aquel pequeño ser que descansaba cerca de él.
Su salvadora era mucho más pequeña en estatura y sus ojos no eran claros ni sus cabellos tenían el color del oro, como era característico en la raza de los hombres. Posiblemente, pensó el pescador, pertenecería a una especie muy parecida pero no descendiente de la raza traída a este planeta por el Creador y sin embargo intentó comunicarse con él en una extraña lengua, le auxilió con comida y agua, limpió sus heridas, encendió fuego y allí estaba durmiendo junto a él para seguir protegiéndolo. No cabía la menor duda de que tenía un instinto social y que pertenecía a un grupo con características posiblemente familiares o tribales pero, en el supuesto de que los otros como ella se encontraran con él, ¿cuál sería su reacción?.
Poco a poco, el sueño reparador se fue apoderando del hombre. La Luna ya estaba cerca de poniente y el naciente día no tardaría en llenar de luz la nueva tierra.
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