Encontrarse el relato del Génesis, en su versión original mesopotámica, representado en el Santo de los Santos del templo inca, genera, necesariamente, una serie de preguntas. La primera, y más obvia, es cómo. ¿Cómo llegaron a conocer tales relatos los incas, no sólo de la manera general en la que se han dado a conocer universalmente (la creación de la primera pareja, el Diluvio), sino de una manera que sigue la Epopeya de la Creación, en donde se incluyen los conocimientos de todo el Sistema Solar y de la órbita de Nibiru?
Una respuesta posible sería que los incas estuvieran en posesión de este conocimiento desde tiempos inmemoriales, trayéndolos con ellos hasta los Andes. La otra posibilidad es que hubieran oído hablar de ello a otros con los que se hubieran encontrado en estas tierras.
Ante la ausencia de registros escritos, como los que se puede encontrar uno en Oriente Próximo, la elección de una respuesta depende en cierta medida de cómo se haga aún otra pregunta: ¿quiénes fueron en realidad los incas?
La Relación de Salcamayhua es un buen ejemplo del empeño de los incas por perpetuar el ejercicio de la propaganda de estado: atribuir al primer monarca inca, el Inca Rocca, el reverenciado nombre de Manco Capac, para hacer que el pueblo al que habían sometido creyera que el primer Inca había sido el «Hijo del Sol» original, salido del sagrado lago Titicaca. De hecho, la dinastía inca comenzó 3.500 años después de aquel sagrado inicio.
Por otra parte, la lengua que hablaban los incas era el quechua, la lengua del pueblo del norte y el centro de los Andes, mientras que en el altiplano del lago Titicaca la gente hablaba aymara. Éstas, y otras consideraciones, llevaron a los expertos a especular que los incas habían llegado más tarde, que se habían desplazado desde el este, estableciéndose en el valle de Cuzco, que limita con la gran cuenca del Amazonas.
Esto, en sí mismo, no descarta un origen o un vínculo de los incas con Oriente Próximo. Mientras centraban su atención en las imágenes del muro del Altar Mayor, nadie se preguntó por qué, en medio de pueblos que hacían imágenes de sus dioses y que ubicaban sus ídolos en santuarios y templos, no había ídolo de ningún tipo en el gran templo inca, ni en ningún otro santuario inca.
Los cronistas cuentan que, en algunas celebraciones, se llevaba un «ídolo»; pero se trataba de la imagen de Manco Capac, no la de un dios. También cuentan que, en determinado día sagrado, un sacerdote iba hasta una montaña distante en la cual estaba el gran ídolo de un dios, y que allí sacrificaba una llama. Pero tanto la montaña como su ídolo eran de tiempos preincaicos, y bien pudiera ser que se estuvieran refiriendo al templo de Pachacamac, en la costa (respecto al cual ya hemos escrito).
Curiosamente, ambas costumbres están en la línea de los mandatos bíblicos de la época del Éxodo. La prohibición de forjar y adorar ídolos se incluía en losDiez Mandamientos. Y, en la víspera del Día de la Expiación, un sacerdote tenía que sacrificar una cabra, como «víctima propiciatoria», en el desierto. Nadie ha señalado nunca que los quipos que utilizaban los incas para recordar acontecimientos -cuerdas de diferentes colores que tenían que ser de lana, con nudos en diferentes posiciones- eran, tanto en factura como en propósito, semejantes a los tzitzit, «flecos en el extremo de un hilo azul», que los israelitas tenían mandado sujetar a sus prendas para que recordaran los mandamientos de Dios.
También está la cuestión de las normas de sucesión, por las cuales el heredero legal era el hijo tenido con una hermanastra -una costumbre sumeria seguida por los patriarcas hebreos. Y también estaba la costumbre de la circuncisión en la familia real inca. Los arqueólogos peruanos han dado cuenta de intrigantes descubrimientos en las provincias amazónicas de Perú, entre los que se encuentran los restos aparentes de ciudades construidas con piedra, concretamente en los valles de los ríos Utcubamba y Marañón.
Sin duda, existen «ciudades perdidas» en las zonas tropicales; pero, en algunos casos, los descubrimientos anunciados son en realidad expediciones a lugares ya conocidos; como ocurrió en el caso de un titular de periódico acerca del Gran Patajen en 1985 -lugar visitado por el arqueólogo peruano F. Kauffmann-Doigy el norteamericano Gene Savoy veinte años antes.
Se han dado informes de avistamientos aéreos de «pirámides» en el lado brasileño de la frontera, de ciudades perdidas como Akakor, y de relatos indígenas de ruinas en donde hay tesoros indecibles. Un documento de los archivos nacionales de Río de Janeiro es, supuestamente, un informe del siglo XVIII sobre una ciudad perdida en la selva amazónica, vista por unos europeos en 1591; este documento transcribe incluso la escritura descubierta allí. Fue el motivo principal de la expedición que llevara a cabo el coronel Percy Fawcett, cuya misteriosa desaparición en la selva constituyó el tema de unos artículos de divulgación científica.
Todo esto no quiere decir que no existan ruinas antiguas en la cuenca del Amazonas, restos de un sendero que cruzara el continente sudamericano desde la Guayana/Venezuela hasta Ecuador/Perú. Humboldt, en las crónicas de sus viajes a través del continente, menciona una leyenda según la cual gente de más allá del mar desembarcó en Venezuela y se introdujo tierra adentro; y el principal río del valle de Cuzco, el Urubamba, no es sino un afluente del Amazonas. Equipos oficiales de arqueólogos brasileños han visitado muchos lugares (sin llegar a realizar excavaciones, sin embargo).
En un lugar cercano a la desembocadura del Amazonas, se han encontrado urnas de cerámica decoradas con incisiones que recuerdan alguno de los diseños de las vasijas de barro de Ur (lugar de nacimiento de Abra-ham, en Sumer). Y, por otra parte, el islote de Paco val parece ser una isla artificial que sirvió de base a gran cantidad de montículos (que no fueron excavados). Según L. Netto, Investigacioes sobre a Archaeo-logia Braziliera, Amazonas arriba, se han encontrado urnas y vasijas «de calidad superior» decoradas de forma similar. Y creemos que otra ruta igualmente importante conectaba, más hacia el sur, el Océano Atlántico con los Andes.
Aun así, no está claro que los incas llegaran de esta forma. Una de sus versiones más ancestrales dice que desembarcaron en la costa peruana. Su idioma, elquechua, tiene semejanzas extremo orientales tanto en el significado de las palabras como en los dialectos. Y pertenecen claramente al linaje amerindio -lacuarta rama de la humanidad que, ya nos aventuramos a sugerir, surgió del linaje de Caín.
(Un guía en Cuzco, al darse cuenta de nuestra competencia bíblica, preguntó si Inca podría haber surgido de Caín por inversión de sílabas. ¡Vaya sorpresa!)
Creemos que las evidencias de las que disponemos indican que los relatos y las creencias de Oriente Próximo, así como la historia de Nibiru y de los anunnaki que vinieron desde allí hasta la Tierra -el Panteón de doce- les llegaron a los antepasados de los incas de allende los mares. Debió de suceder en los días del Imperio Antiguo; y los portadores de estos relatos y creencias también eran forasteros de allende los mares, pero no necesariamente los mismos que trajeron similares relatos, creencias y civilización a América Central.
Además de todos los hechos y evidencias que hemos aportado ya, permítasenos volver a Izapa, un lugar cercano a la costa del Pacífico, en la frontera entre México y Guatemala, en donde olmecas y mayas convivieron. Tardíamente reconocido como el yacimiento arqueológico más grande de la costa del Pacífico de América del Norte y del Centro, Izapa abarca 2.500 años de ocupación continua, desde el 1500 a.C. (fecha confirmada con la datación por radiocarbono) hasta el 1000 d.C.
Dispuso de las acostumbradas pirámides y de los juegos de pelota, pero lo que más entusiasmó a los arqueólogos fueron los grabados de sus monumentos de piedra. El estilo, la imaginación, el contenido mítico y la perfección artística de estas tallas han llevado a hablar de un «estilo Izapa», y en la actualidad se reconoce que fue el origen de donde se difundió este estilo a otros lugares de las vertientes del Pacífico de México y Guatemala. Fue un arte perteneciente al período preclásico olmeca primitivo y medio, adoptado por los mayas cuando el lugar cambio de manos.
Figura 87
Los arqueólogos de la Fundación Arqueológica del Nuevo Mundo de la Universidad Bringham Young, que han dedicado décadas a la excavación y el estudio de este lugar, no tienen duda de que estaba orientado hacia los solsticios en el momento de su fundación, y que, incluso, los distintos monumentos estaban «alineados deliberadamente con movimientos planetarios» (V. G. Norman, Izapa Sculpture). Los temas religiosos, cosmológicos y mitológicos se entremezclan con temas históricos en las tallas de piedra. Ya hemos visto (Fig. 51b abajo) una de las muchas y variadas representaciones de deidades aladas.
Fig. 51
Particularmente interesante aquí es una gran piedra grabada cuyo frontal ocupa 2,78 metros cuadrados, designada por los arqueólogos como Estela 5 de Izapa, encontrada juntamente con un importante altar de piedra. Varios expertos han reconocido su complicada escena (Fig. 87) como un «fantástico mito visual» relativo a la «génesis de la humanidad» en un Árbol de la Vida que crece junto a un río. Un anciano con barba sentado a la izquierda es el que cuenta este relato mítico-histórico, mientras un hombre de aspecto maya lo vuelve a contar desde la derecha (del observador de la estela).
La escena está llena de vegetación, pájaros y peces, así como de figuras humanas. Curiosamente, dos de las figuras centrales representan a hombres que tienen el rostro y los pies de elefante -un animal completamente desconocido en América. El de la izquierda interactúa con un olmeca con casco, lo cual refuerza nuestra opinión de que las colosales cabezas de piedra y los olmecas representados en ellas eran africanos.
Cuando se amplía la parte izquierda de la talla (Fig. 88a), se nos revelan detalles que consideramos que pueden ser pistas enormemente importantes. El hombre de la barba cuenta su historia sobre un altar que lleva el símbolo de la cuchilla umbilical; éste era el símbolo (Fig. 88b) por el cual se identificaba a Ninti (la diosa sumeria que ayudó a Enki a crear al hombre) en los sellos cilindricos y en los monumentos.
Figura 88
Cuando los dioses se repartieron la Tierra, a ella se le dio el dominio sobre la península del Sinaí, fuente de las apreciadas turquesas de los egipcios; éstos la llamaban Hathor y la representaban con cuernos de vaca, como en esta escena de la Creación del hombre (Fig. 88c). Estas «coincidencias» refuerzan la conclusión de que la estela de Izapa no ilustra otra cosa que los relatos del Viejo Mundo acerca de la Creación del hombre y del Jardín de Edén.
Y, por último, están las representaciones de las pirámides, de lados lisos, como las de Gizeh, en el Nilo, que aparecen aquí en la base de la talla, junto al río. Ciertamente, cuanto más se examina este milenario grabado, más se convence uno de que merece mil palabras.
Las leyendas y las evidencias arqueológicas indican que los olmecas y los hombres barbados no se detuvieron a orillas del océano, sino que se introdujeron hacia el sur en América Central y las tierras septentrionales de América del Sur. Posiblemente, se adentraron en el continente, pues es cierto que dejaron vestigios de su presencia en lugares del interior. Con toda probabilidad, viajaron hacia el sur de la manera más fácil, con embarcaciones.
Las leyendas de las zonas ecuatoriales y septentrionales de los Andes no sólo recuerdan la llegada por mar de sus propios antepasados (como los naymlap), sino también otras dos de «gigantes». Una tuvo lugar en tiempos del Imperio Antiguo, la otra en tiempos mochicas.
Cieza de León describió así esta última:
«Llegaron por la costa, en embarcaciones de juncos tan grandes como barcos, un grupo de hombres de tal tamaño que, desde la rodilla hacia abajo, eran de altos como un hombre normal.»
Llevaban herramientas de metal con las cuales cavaban pozos en la roca viva; pero, para alimentarse, hacían incursiones en busca de las provisiones de los nativos. También violaban a las mujeres nativas, pues no había mujeres entre los gigantes que habían desembarcado.
Los mochicas representaron en su cerámica a los gigantes que los esclavizaron, pintando sus rostros de negro (Fig. 89), mientras que los de los mochicas los pintaban en blanco. Entre los restos mochicas también se han encontrado representaciones en arcilla de ancianos con barbas blancas.
Figura 89
Sospechamos que estos visitantes no deseados eran los olmecas y sus compañeros barbados de Oriente Próximo, que huían de las sublevaciones en América Central hacia el 400 a.C. Tras ellos, dejaron un reguero de pavorosa veneración, a medida que cruzaban América Central y se introducían en Sudamérica hasta las zonas ecuatoriales. Las expediciones arqueológicas a las regiones ecuatoriales de la costa del Pacífico han descubierto unos enigmáticos monolitos que pertenecen a aquel terrorífico período.
La expedición de George C. Heye descubrió en Ecuador unas cabezas de piedra gigantes con rasgos humanos, pero con colmillos, como si fueran jaguares. Otra expedición descubrió en San Agustín, lugar cercano a la frontera con Colombia, estatuas de piedra que representaban a gigantes, a veces con herramientas o armas en las manos; sus rasgos faciales son los de los africanos olmecas (Fig. 90a, b).
Figura 90
Es posible que estos invasores fueran el origen de las leyendas en curso también en estas tierras sobre cómo fue creado el hombre, sobre el Diluvio y sobre un dios serpiente que exigía un tributo anual de oro. Una de las ceremonias de la que dieron cuenta los cronistas españoles consistía en una danza ritual llevada a cabo por doce hombres vestidos de rojo; se realizaba en las costas de un lago relacionado con la leyenda de El Dorado.
Los nativos de la zona ecuatorial adoraban a un panteón de doce dioses, número sumamente significativo, además de ser una pista importante. El panteón estaba encabezado por una tríada compuesta por el dios de la Creación, el dios del Mal y la diosa Madre; e incluía a los dioses de la Luna, del Sol y del Trueno-Lluvia. Curiosamente, también el dios de la Luna tenía un rango superior al dios del Sol. Los nombres de las deidades cambiaban de localidad en localidad, conservando, no obstante, la afinidad celestial.
Aunque los nombres suenan extraños, hay dos que destacan. Al jefe del panteón se le llamaba, en el dialecto chibcha, Abira -notablemente similar al epíteto divino mesopotámico Abir, que significa «fuerte, poderoso»; y el dios de la Luna, como ya hemos dicho, recibía el nombre de Si o Sian, que se parece mucho al nombre mesopotámico de esta misma deidad, Sin.
Así pues, el panteón de estos nativos sudamericanos nos trae inevitablemente a la cabeza el panteón del Oriente Próximo y del Mediterráneo oriental de la antigüedad -de griegos y egipcios, de hitita-s, cananeos y fenicios, de asirios y babilonios- remontándonos hasta el lugar donde todo comenzó: hasta los súmenos del sur de Mesopotamia, de quienes todos los demás obtuvieron sus dioses y sus mitologías.
El panteón sumerio estaba encabezado por un «Círculo Olímpico» de doce, pues cada uno de estos dioses supremos debía tener una contrapartida celeste, uno de los doce miembros del Sistema Solar. En realidad, los nombres de los dioses y sus planetas eran uno y el mismo (salvo que se utilizara una variedad de epítetos para describir el planeta o los atributos del dios).
bibliotecapleyades.net/sitchin
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