En la Pascua de 1996 los medios británicos dedicaron mucha atención a lo que se creyó un descubrimiento sensacional:1 el de unos osarios de Jerusalén, y en éstos, las osamentas de un reducido grupo de personas entre las cuales había un «Jesús hijo de José», a más de dos Marías (una de ellas con inscripción en griego, así que en el contexto podían ser la Virgen y la Magdalena), un José, un Mateo y un «Judas hijo de Jesús».
Por supuesto tales nombres, todos aparecidos al mismo tiempo y en tal circunstancia, eran para excitar la fantasía de los cristianos, aunque las implicaciones del descubrimiento no fuesen necesariamente de su agrado. Al fin y al cabo, el cristianismo se basa en la idea de que Jesucristo resucitó de entre los muertos y subió materialmente a los cielos. El hallazgo de sus huesos habría sido catastrófico. Pero ¿eran de veras los suyos y los de su familia?
Seguramente no, hay que admitirlo. La coincidencia de esos nombres tan especialmente resonantes para los cristianos muy bien pudo ser fortuita, porque todos ellos eran muy corrientes en la Palestina del siglo I. La importancia del descubrimiento estuvo en las dimensiones y la intensidad de la polémica que el mismo desencadenó. En programas de televisión y periódicos serios se planteó la cuestión: si se hubiese demostrado que aquellos huesos eran de quien pareció que podían ser, ¿qué habría significado eso para la cristiandad?
Para nosotros, uno de los aspectos más reveladores de la cuestión fue el asombro y la indignación con que reaccionaron muchos cristianos ante la posibilidad de tener que enfrentarse con la idea de que Jesús hubiese sido un hombre corriente. Muchos ni siquiera estaban enterados de que aquél había sido un nombre muy común.
Desde luego es comprensible que los cristianos devotos sean partidarios de mantener su fe en Jesús como Hijo de Dios, y además están en su derecho si optan sistemáticamente por no hacer caso de nada que digan acerca de Él los ajenos a dicha creencia. Pero no deja de ser extraño que tantos cristianos de hoy todavía no sepan a qué punto los relatos evangélicos se han revelado demostradamente inexactos.
Nunca antes se había podido disponer de tanta información, y en los últimos cincuenta años, digamos, se han escrito libros postulando las más encontradas opiniones acerca de Jesús y su movimiento, y proponiendo las más variadas (y a veces divertidas) teorías. Entre éstas figuran como que Jesús fue un divorciado y padre de tres hijos francmasón, budista, hechicero, hipnotizador, progenitor de un linaje de reyes franceses, filósofo cínico, un hongo alucinógeno... ¡e incluso una mujer!
Esa explosión de ideas insólitas y sorprendentes es, en parte, resultado de la disposición contemporánea a discutir de todo, pero el hecho de que haya sido posible suscitar tales ideas es un reflejo de lo que ha revelado la alta crítica moderna: que el relato tradicional de la biografía de Jesús presenta muchos fallos y es, por consiguiente, muy vulnerable. Así pues, aunque nos pongamos de acuerdo en que las ideas descritas sólo han podido florecer porque existía un vacío, lo que están diciéndonos es que los Evangelios precisan ser, no ya reinterpretados, sino prácticamente reescritos.
El vacío sólo llegó a ser perceptible cuando la investigación fundamental puso contexto al relato. Descubrimientos arqueológicos como el de los textos de Nag Hammadi y los Rollos del Mar Muerto nos han facilitado una noción mucho más exacta en cuanto a la época y la cultura en que vivió Jesús. Y de súbito, hemos descubierto que muchos de los aspectos del cristianismo que solíamos considerar únicos y exclusivos no lo eran, a lo que parece. E incluso los conceptos más trillados y asimilados del cristianismo revisten ahora un significado completamente distinto, una vez situados en el contexto de la Palestina del siglo I.
Por ejemplo la locución que los cristianos evangélicos gustan de poner a la entrada de sus iglesias: «Jesucristo es Nuestro Señor». Para ellos esa frase condensa el concepto de que Jesús fue literalmente divino, el Señor, la encarnación de Dios. Se ha tomado de los Evangelios en la creencia de que era un título conferido a Jesús por sus seguidores en reconocimiento de su categoría única. Pero como ha demostrado el prestigioso erudito bíblico Geza Vermes, fue un tratamiento de respeto muy común empleado entonces incluso por los hijos y la esposa para dirigirse al padre de familia, más o menos como nosotros mantenemos el empleo de «señor» o «usted» en nuestro idioma.2 Pero con los siglos, aquella locución cobró vida propia y viene a ser casi la prueba de que Jesús es el Señor del Todo.
Otro ejemplo de cómo la tradición cristiana se ha convertido en dato histórico es la celebración de las festividades principales como la Pascua y la Navidad. Todos los años millones de cristianos celebran en todo el mundo el nacimiento del niño Jesús el 25 de diciembre. Y el relato de tal nacimiento es uno de los más conocidos del mundo: María era una Virgen que concibió por obra del Espíritu Santo; como no había habitación en la posada para ella y su esposo José, el niño fue a nacer en un establo (o como quieren algunas versiones, en una cueva), y los magos y los pastores acudieron a adorar al Salvador recién nacido. Podrá no gustar esta historia a los cristianos más enterados y a los teólogos, pero es una de las primeras que escuchan los niños y así pasa a ser «tan verdad como los Evangelios» desde una edad muy temprana.
Cuando el papa juzgó prudente explicar que Jesús no había nacido en realidad un 25 de diciembre, sino que se eligió la fecha porque coincidía con una celebración del Invierno de los antiguos paganos, tal anuncio causó cierta consternación. A muchos cristianos corrientes incluso les pareció una revelación trascendental. Pero apenas se puede creer que semejante anuncio no se hubiese producido hasta 1994. Y sólo es la punta del iceberg, porque los teólogos saben desde hace tiempo que todo el relato de la Natividad es un mito.
Pero la extensión en que la mayoría de los cristianos son deliberadamente mantenidos en la ignorancia por quienes están mucho mejor enterados va muchísimo más lejos:
la fecha cristiana del 25 de diciembre no es sólo la supuesta Natividad de Jesús, sino que fue también la de numerosos dioses paganos como Osiris, Attis, Tammuz, Adonis, Dioniso y otros más.
Ellos también nacieron en humildes refugios, por ejemplo cuevas, y los pastores asistieron a su nacimiento, que había sido anunciado por signos y prodigios, entre los cuales el avistamiento de una nueva estrella. Y entre sus muchos títulos, estuvieron los de «el Buen Pastor» y «el Salvador de la humanidad». Cuando se les plantea la evidencia de que Jesús sólo fue uno más del largo linaje tradicional de dioses «que mueren y resucitan», los clérigos, suelen refugiarse en una explicación bastante insatisfactoria: que los paganos de la antigüedad tuvieron como una vaga intuición de que algún día iba a presentarse el verdadero Salvador, y partiendo de ella formaron sus emulaciones que, aunque grotescas, prefiguraban la cristiandad que estaba por venir.
Aunque luego volveremos con más detalle sobre los auténticos orígenes del cristianismo, bastará decir por ahora que la común fecha de nacimiento del 25 de diciembre no es la única semejanza entre el relato acerca de Jesús y los de los dioses paganos. Osiris, por ejemplo, el consorte de Isis, murió a manos de los malvados un viernes y «resucitó» tras haber permanecido en los infiernos durante tres días. Y los asistentes a los misterios de Dioniso se comían al dios durante un ágape mágico de pan y vino que simbolizaban el cuerpo y la sangre de aquél. De estos dioses «que mueren y resucitan» tenían noticia, por supuesto y desde hace muchos años, los teólogos, los historiadores y los estudiosos de la Biblia, pero todo sucede como si hubiese existido una conspiración tácita para evitar que tal conocimiento llegase a la «grey» de los fieles.
Con la sobreabundancia de nuevos materiales que aparecen y tienen algún punto de contacto con los orígenes de la cristiandad, es excesivamente fácil que algunos se dejen arrastrar por el entusiasmo y abracen una idea determinada sin la precaución y el discernimiento necesarios. Si no se interpretan bien las fuentes, las conclusiones que se deduzcan pueden resultar muy mal encaminadas. Se ha gastado mucha tinta, por ejemplo, sobre los Rollos del Mar Muerto descubiertos en 1947. Algunos de ellos parecían arrojar nueva luz sobre el cristianismo primitivo. Algunos pasajes de estos manuscritos han persuadido a mucha gente de que Jesús y Juan el Bautista fueron miembros de la secta de los esenios, que tenía sus bases en Qumran, a orillas del Mar Muerto. No sería exagerado decir que esto lo tienen ahora por incontrovertiblemente demostrado muchas personas.
Pues bien, no hay ninguna prueba de que los Rollos fuesen de origen esenio.
Esto sólo fue lo primero que alguien supuso con ocasión de su descubrimiento. También se supuso otra cosa: que los documentos eran escrituras de una sola secta, bien fuesen los esenios u otra de las muchas que vivían retiradas en aquella
comarca. Sin embargo Norman Golb, el profesor más prestigioso de Historia judía, que siguió de cerca el descubrimiento de los Manuscritos del Mar Muerto y los progresos de su estudio, recientemente ha puesto en duda dicha suposición. Ha demostrado que la creencia de que provenían de una sola comunidad no se sustenta en ningún indicio arqueológico, ni suministrado por los manuscritos mismos; ni siquiera está demostrado que hubiese una comunidad religiosa en Qumran. Según cree Golb, los Rollos son en realidad parte de la biblioteca del Templo, trasladada allí para ocultarla durante la insurrección judía del año 70.3
Si Golb tiene razón, y todos los indicios parecen confirmarlo así, están en la obsolescencia prácticamente todos los libros que han venido escribiéndose sobre los Rollos del Mar Muerto. En esencia lo que hizo la mayoría de los autores fue tratar de reconstruir las creencias de una secta a partir de una colección de documentos elaborados por una diversidad de grupos diferentes, pero atribuidos a aquélla. Viene a ser como querer deducir las creencias de una persona leyendo los lomos de los libros que tiene en sus estanterías: nuestra biblioteca particular, por ejemplo, fácilmente da a entender que nos interesan los temas de religión y esoterismo, pero como los libros abarcan una serie de planteamientos diferentes — los escépticos, los racionales, los crédulos—, es obvio que no pueden representar de ninguna manera lo que creemos en realidad.
(En cambio cuando fueron descubiertos los textos de Nag Hammadi nadie dijo que fuesen producto de una sola secta.)
Aunque la conexión «esenia» de los manuscritos del Mar Muerto sea una falacia y pese a la categoría de mito moderno que han alcanzado, no dejan de tener profunda importancia histórica para el conocimiento del judaísino de la época. Pero no es probable que sean muy útiles para ningún estudio sobre los orígenes del cristianismo, así que no van a ocupar mucho espacio en el presente.
El peligro de establecer conclusiones de largo alcance sobre premisas deficientes queda ejemplificado por Knight y Lomas en The Hiram Key. Estos autores argumentan que como algunos de los Rollos del Mar Muerto contienen ideas parecidas a las de la francmasonería, y teniendo en cuenta que como ellos dicen «está establecido sin lugar a dudas [...] que los autores de los Rollos del Mar Muerto fueron esenios»,4 pues resulta que los esenios fueron los precursores de la francmasonería. Y como además están seguros de que Jesús era esenio, la conclusión es obvia: Jesús era masón.
Según acabamos de ver, los Rollos no eran de los esenios y tampoco se ha demostrado que Jesús fuese de esa secta, así que todo el argumento se cae por la base. El caso de estos investigadores excesivamente entusiastas servirá al menos de aviso para navegantes.
En el punto a que habíamos llegado juzgábamos necesario reconsiderar los puntos de vista acerca de Juan el Bautista y María Magdalena. Al fin y al cabo iba pareciendo que ambos personajes históricos tenían bastantes títulos para ser tomados muy en serio... como lo hizo el tenaz movimiento clandestino europeo que además ha contado con algunas de las mejores cabezas de todos los tiempos.
El tema principal de lo que hemos dado en llamar la Gran Herejía Europea era la inexplicable veneración, rayaba a veces en la adoración, hacia María Magdalena y Juan el Bautista. ¿Representaba algo más que un tipo de contumacia, una rebeldía persistente contra la Iglesia por mera insumisión temperamental? ¿O habría detrás de esas herejías cosa de más sustancia? Para ver qué base fáctica tenían esas creencias dirigimos nuestra atención al Nuevo Testamento y en particular a los cuatro evangelios canónicos de Mateo, Marcos, Lucas y Juan.
Admitamos nuestra confusión inicial ante la conexión «herética» entre el Bautista y la Magdalena. Además de no hallar nada que los vinculase en la versión oficial del cristianismo, aparte la obvia devoción a Jesús, la investigación superficial de las mismas creencias heréticas tampoco apuntaba ningún denominador común. Las imágenes en sí no pueden ser más diferentes. La de Juan el Bautista es la de un asceta, capaz de dar la vida antes que renunciar a su rígida moralidad, aunque no murió como mártir cristiano y eso tal vez es revelador. (De hecho nada indica que invocase las enseñanzas ni la moral de Jesús cuando firmó su propia sentencia oponiéndose a Herodes Antipas.)
En cambio María Magdalena había sido una prostituta, según la creencia común, pero luego se arrepintió y vivió muchos años como penitente. Podríamos decir en cierto sentido que los Evangelios no los presentan como aliados naturales, y desde luego ni siquiera sugieren que llegasen a conocerse.
Sin embargo no sería descabellado deducir que sí se conocieron probablemente. Según los estudiosos el Bautista tuvo fama muy extensa en su época y lugar, a título de predicador justiciero que abandonó las soledades del desierto para predicar a los hombres e invitarlos a arrepentirse. En cuanto a María, fue una de las mujeres seguidoras o discípulas de Jesús, y ocupó un lugar destacado en su séquito. Por otra parte se cree que Juan y Jesús eran primos, o por lo menos parientes carnales.
Leyendo entre líneas podríamos imaginar que quizá Juan supo que María Magdalena era una persona dedicada a lavarles los pies a los hombres, llevarles ropa limpia y preparar sus comidas. Tal vez estaba enterado de su pasada reputación y frunció el ceño al advertir esa presencia «impura»... excepto si llegó a bautizarla él mismo, claro está. Lo cual no consta, pero tampoco está escrito que se bautizase, por ejemplo, un apóstol como san Pedro.5
Un estudio más detenido del trasfondo bíblico suministra, no obstante, algunas claves acerca de la conexión entre la Magdalena y el Bautista. De entre los vínculos principales, destaca la complementariedad de sus funciones en relación con la vida pública de Jesús, en la que Juan representa el principio y María simboliza el final.6
Es Juan el que inaugura el ministerio de Jesús mediante el rito del bautismo. Es María el personaje central de los acontecimientos que rodean la muerte y resurrección de aquél. La semejanza principal está en la unción que es el rito oficiado por ambos; hay una evidente analogía entre el bautismo de agua administrado por Juan y la acción de ungir los pies con esencia de nardos a cargo de María de Betania, que según la creencia popular era la misma María Magdalena, y además ésta ungió también el cuerpo de Jesús con mirra y áloe para ser sepultado.
Otro parecido fundamental entre estos dos personajes, además de la curiosa seducción que ambos irradian, es que si bien ambos desempeñaron una importante función ritual en la vida de Jesús, parecen introducidos en el relato evangélico a regañadientes. Entran y salen de las páginas de la Biblia con tal brusquedad, que se origina un peculiar efecto de sobresalto. Por una parte, leemos que Juan murió ejecutado a manos de los verdugos de Herodes, pero por otra parte no consta que Jesús lo lamentase, ni exhortó a sus seguidores en el sentido de que venerasen el recuerdo de Juan.
La Magdalena aparece de súbito en el relato cuando éste aborda la Crucifixión, y en evidente situación de cierta intimidad con Jesús; además es la primera persona que presencia la Resurrección... pero ¿por qué no ha sido mencionada antes por su nombre? Tal vez porque los autores de los evangelios estaban obligados a admitir que tanto Juan como María Magdalena habían desempeñado roles tan principales en la biografía de Jesús, que no era posible silenciarlos totalmente, sin lo cual habrían preferido no mencionarlos. Así pues, ¿qué puede haber de Juan el Bautista y María Magdalena que molestase tanto a los autores de los evangelios y a los primeros Padres de la Iglesia?
La marginación deliberada destaca más en el caso de María Magdalena. Por una parte, es evidente su importancia en la historia de Jesús; por otra parte los evangelios no comunican prácticamente ninguna información acerca de ella. Aparte una única mención en Lucas, por ejemplo, su primera aparición verdadera es la de testigo de la Crucifixión. No se nos cuenta cómo llegó a ser seguidora, excepto la indicación de que Jesús la había curado en una ocasión, «expulsando de ella siete demonios». Ni se nos dice cuál era exactamente su misión, sobre todo en las exequias de Jesús.
Al principio habíamos supuesto ingenuamente que todas las seguidoras de Jesús habían recibido ese trato algo discriminatorio porque eran mujeres y por consiguiente ciudadanas de segunda clase desde el punto de vista de unos judíos del siglo I. Pero si fue así, mucho habían cambiado las cosas desde los días de Ruth y Noemí, cuya biografía relató excelentemente el Antiguo Testamento.
Está luego el curioso énfasis puesto en el sobrenombre o apellido de la Magdalena. Pues aunque volveremos más adelante sobre las deducciones que pueden sacarse de esto, en principio su empleo por los evangelistas parece confirmar que era una mujer poseedora de recursos propios. Todas las demás mujeres de los relatos evangélicos quedan definidas por su condición de esposa, madre o hermana de algún varón importante. Pero ella es, sencillamente, María Magdalena, casi como si los autores de los evangelios diesen por supuesto que todos los lectores sabían quién fue.
Los evangelios dicen que las seguidoras de Jesús «les asistían con sus bienes», lo cual implica sobre todo que tenían bienes con que asistir. ¿Formó ella parte de algún grupo de mujeres propietarias de recursos propios que esencialmente mantenían al grupo de Jesús? Son muchos los estudiosos que lo creen así.7 Pero cualquiera que fuese su situación económica, María Magdalena, cuando la mencionan por su nombre, figura siempre en primer lugar de la nómina de las discípulas, incluso antes que María la madre, excepto en los casos en que el desarrollo de la narración exige que se mencione en primer lugar a la Virgen.
Los del Priorato de Sión creen que son la misma persona María Magdalena, María de Betania, la hermana de Lázaro, y la mujer que ungió los pies de Jesús. Si fuese así, confirmaría la intencionalidad de la discriminación por parte de los evangelistas. Como si se hubiesen propuesto dificultar la identificación de aquélla y el reconocimiento de sus funciones. En los Sinópticos la mujer que ungió los pies queda en el anonimato, aunque parece muy probable que los autores debían de saber quién era y por qué fue importante lo que hacía.
El mismo proceso de marginación afecta a Juan el Bautista según todas las apariencias. Los modernos estudiosos del Nuevo Testamento admiten que es difícil definir cuál era la relación exacta entre Juan y Jesús. Muchos señalan el excesivo hincapié de Juan en su misión de mero precursor y sugieren que «insiste demasiado» en ello. Es significativo que el evangelio de Marcos, tenido habitualmente por el más antiguo y el que sirvió de fuente a Mateo y a Lucas, insiste mucho menos que los demás textos en el lugar subordinado de Juan. De esto han deducido muchos estudiosos que la sumisión de Juan frente a Jesús, repetida ad nauseam, es en realidad un artificio narrativo destinado a ocultar que ambos hombres y sus respectivos grupos de discípulos eran rivales.
Un escrutinio detenido de los evangelios descubre algunos indicios de tal rivalidad sin necesidad de forzar la interpretación. Para empezar, la lectura objetiva revela que muchos de los primeros y más famosos discípulos de Jesús procedían de las filas de los seguidores de Juan. Por ejemplo se cree generalmente que el joven Juan «el Predilecto» (también personaje central de muchas creencias «heréticas», como hemos visto) fue uno de los acólitos del Bautista y quizás adoptó incluso su nombre en testimonio de respeto. Después de la decapitación de su maestro los seguidores de Juan siguieron formando grupo aparte: se nos cuenta que algunos de ellos acudieron a llevarse su cadáver, y hay pasajes del Nuevo Testamento en que los seguidores de Jesús discuten con los de Juan sobre sus respectivos estilos de vida.8
Más revelador incluso es el pasaje en que Juan expresa sus dudas en cuanto a la identidad mesiánica de Jesús, aunque naturalmente la Iglesia no suele airear mucho ese lugar de las Escrituras. Hallándose en las mazmorras de Herodes, Juan envía a dos de los suyos para preguntarle a Jesús:
«¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?».9
La explicación desde luego es difícil para los teólogos. Por un lado dicen que Juan el Bautista era el designado por Dios para preparar el camino al Mesías y señalarlo al pueblo como tal, lo cual le confiere también cierta medida de inspiración divina... ¡pero luego el mismo «precursor» manda preguntar, por si se hubiera equivocado!
Hay otras señas menos obvias, aunque también reveladoras, de la rivalidad entre ambos hombres. Incluso en las palabras del mismo Jesús recogidas por los evangelios. La primera, en el muy conocido pasaje donde Jesús hace supuestamente un elogio de Juan en presencia del pueblo, diciendo «en verdad os digo que no ha salido a luz entre los hijos de Mujeres alguno mayor que Juan el Bautista»;10 si bien añade luego la sorprendente matización «pero el más pequeño en el reino de Dios es más grande que él».
Ha sido muy debatido el significado exacto de estas palabras. Geza Vermes, el eminente estudioso del Nuevo Testamento, compara el empleo de la frase «el más pequeño en el reino de Dios» con otros ejemplos y concluye que es un circunloquio, es decir que la expresión aunque aparentemente impersonal se refiere al mismo que habla.11 En otras palabras, Jesús asegura a la multitud «no digo que Juan no sea un gran hombre, pero yo soy más grande».
Pero hay otra interpretación mucho más obvia, aunque nunca la hemos visto comentada por ningún estudioso de la Biblia. Como se sabe la expresión «nacido de mujer» podía cobrar un matiz insultante porque implicaba una acusación de debilidad.12
En este caso el pasaje reviste un carácter muy diferente; entonces la afirmación de que el Bautista era el más grande «de entre los nacidos de mujeres» habría tendido a rebajarlo, y ello quedaría corroborado por la fase añadida, «el más pequeño en el reino de Dios es más grande que él». Si Geza Vermes tiene razón y Jesús estaba diciendo que él era más grande, no se puede mantener que eso sea un elogio para Juan. Al contrario, podría ser una ofensa con el significado de «hasta el más pequeño de mis seguidores es más grande que él».
Se ha sugerido otro desaire apenas velado contra Juan —pero habría sido evidente para los judíos del siglo I—,13 cuando comentó una discusión entre sus discípulos y los de Juan diciendo «nadie echa el vino nuevo en los odres viejos».14 En la época y el país, solía transportarse el vino en odres hechos de pellejos de animales, y como Juan se tapaba con unos pellejos... En el contexto de la discusión es muy posible que el comentario se refiriese a éste.
Es obvio que la rivalidad era bien sabida por los autores de los evangelios incluso cincuenta o más años después de la Crucifixión (que fue, poco más o menos, cuando se escribieron). Quizá los cuatro evangelistas obedecían al propósito oculto de restar importancia al indeseable rival y garantizar que Jesús quedase como superior a él. Desde luego no se puede dudar de que los evangelistas habrían preferido suprimir de la crónica a ese personaje.
Para nosotros quedaba claro que el Bautista y la Magdalena —el que bautizó a Jesús y la mujer que asistió la primera al momento estelar del cristianismo, la Resurrección— están unidos por el hecho de que los autores del evangelio se sintieron, por así decirlo, «descolocados» con respecto a ellos. ¿Sería posible averiguar por qué, y reconstruir sus verdaderas misiones, restablecer su significado originario?
El problema principal es que los libros del Nuevo Testamento son fuentes de información poco seguras. Como todo los textos muy antiguos, han sufrido un proceso incesante de corrección, selección, traducción e interpretación. En el decurso de los siglos se han añadido a los originales pasajes que algunas veces no tienen mucha importancia, pero en otros casos sí modifican el sentido. Por ejemplo, cuando dice en la primera Carta de Juan (5, 7) «porque son tres los que dan testimonio en el cielo, el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, y estos tres son una misma cosa», se sabe que este párrafo es una interpolación posterior.15 Otro pasaje, el de «la adúltera», sólo figura en el Evangelio de Juan y las versiones más antiguas que se conocen no contienen tal episodio.16 Sigue debatiéndose su autenticidad.
Un ejemplo destacable de la confusión que introducen las dificultades de la traducción es el error común de que Jesús fue un humilde carpintero. La palabra que utiliza el original arameo es naggar, que puede significar el que trabaja la madera y también un letrado o persona que tiene instrucción.17 Lo segundo tiene mucho más sentido en el contexto, porque no hay ninguna otra indicación de que Jesús hubiese sido artesano manual; en cambio su gran dominio de las Escrituras lo comentan repetidamente las personas que le escuchan: la palabra naggar sólo aparece cuando se está hablando concretamente de su erudición.18 Pero la idea de que Jesús era carpintero está escrita en la tradición cristiana tan indeleblemente como el «dato» de que nació un 25 de diciembre.
Las fechas en que se escribieron los evangelios canónicos también han sido muy debatidas y controvertidas. Como ha escrito A. N. Wilson:
Uno de los detalles más curiosos de la erudición neotestamentaria es el hecho de que unos letrados que vienen dando vueltas a los documentos desde hace siglos no hayan logrado resolver siquiera por encima de toda duda cuestiones tan sencillas como las fechas en que se escribieron los evangelios, ni dónde se escribieron, ni menos aún quiénes los escribieron.19
Los manuscritos completos más antiguos que se conservan son del siglo IV, aunque es obvio que son copias de otros textos anteriores. Por ello los estudiosos han intentado establecer su procedencia analizando el lenguaje de los fragmentos
sobrevivientes. Aunque la cuestión no se ha dilucidado de manera definitiva, hoy día se conviene que el Evangelio de Marcos es el más antiguo, y lo fechan quizás en el 70 de nuestra Era. También están de acuerdo en que Mateo y Lucas se basaron
en Marcos y por tanto sus libros deben de ser más tardíos, si bien incorporan material de otras fuentes. En cuanto al Evangelio de Juan se cree que fue el último, y lo sitúan entre 90 y 120 d.C.20
Este cuarto evangelio, el de Juan, siempre ha sido un poco enigmático. Mateo, Marcos y Lucas cuentan más o menos la misma historia, motivo por el cual se llaman los Sinópticos, ya que describen los acontecimientos más o menos en el mismo orden, y la imagen que dan de Jesús es parecida en todos ellos, lo cual no quita que haya muchas discrepancias y algunas contradicciones en diversos episodios. Un ejemplo que viene al caso es el del desacuerdo en el número y nombres de las mujeres que velaron la sepultura de Jesús según los tres evangelistas. En cambio el Evangelio de Juan cuenta los sucesos en un orden muy diferente y además incluye acontecimientos que los demás no mencionan.
Dos ejemplos: las bodas de Caná, donde Jesús realiza su primer milagro, la conversión del agua en vino, y la resurrección de Lázaro, que es un acontecimiento de primera importancia en el relato de Juan. Siempre ha sorprendido a los historiadores de la Biblia que los otros tres cronistas hayan ignorado unos episodios tan llamativos.
Por otra parte, el Evangelio de Juan difiere también por la imagen de Jesús que ofrece. Mientras los evangelios sinópticos cuentan la vida de un doctor de la religión y taumaturgo que encaja bien con lo que sabemos del mundo judío antiguo, el de Juan responde a una actitud mucho más mística y gnóstica, ya que pone mucho énfasis en la divinidad de Jesús. Además el desarrollo de la narración está elegido de manera que vaya explicando dicho sentido trascendental.21
por Lynn Picknett y Clive Princedel Sitio Web Scribd
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