LA ORACIÓN DEL TRÁNSITO
Con paso débil y tembloroso, el pescador se dirigió hacía los montículos de arena, al llegar a ellos se arrodilló y comenzó a arrancar las amargas plantas de las dunas. Sus doloridos dientes, extrajeron el amargo y escaso liquido que contenían. La cantidad que pudo tragar no representó ningún alivio para la mucha necesidad que tenía su cuerpo de ser hidratado pero, era lo único que podía encontrar en aquella costa y, como en la ocasión anterior, su ingestión le produjo vómitos. Cuando las convulsiones de su vientre se apaciguaron, sus dedos hurgaron entre la arena en busca de cualquier insecto que poder llevarse a la boca y los pocos que pudo encontrar terminaron rápidamente en su desierto y desesperado estómago. Su tiempo vital se agotaba y la oportunidad de sobrevivir, que le había concedido el Padre Creador, finalizaba. Se puso en pie y dirigiendo su mirada hacia donde nacía el Sol, pudo contemplar de nuevo, esta vez con mayor claridad, las ondulaciones que aparecían en el horizonte y que, sin duda, eran montañas y a pesar de lo lejos que aparentaban estar, tomó la decisión de dirigirse hacia ellas. Tan sólo con un madero para ayudarse a caminar, y antes de abandonar la playa a la que la furia del mar le había llevado, contempló por última vez el horizonte marino tras el cual, una vez existió la isla continente en la que había nacido y que la cólera del Dios de la Muerte sepultó con todos sus habitantes en las tenebrosas profundidades del inmenso Padre Océano.
A medida que avanzaba, sus ojos intentaban descubrir cualquier cosa que pudiera indicarle la oportunidad de hallar algo de comer o de beber, pero las pocas hierbas que crecían en aquella zona resultaban para el pescador totalmente desconocidas y su aspecto no delataba ninguna posibilidad de ser aprovechables para su consumo. En algunos momentos detenía sus pasos y arrancaba algún manojo, para ver si en sus raíces había algo que pudiera comer pero, lo que estaba enterrado era incluso más insignificante que lo que se hallaba en la superficie. La marcha resultaba penosa, y el Sol, a medida que avanzaba el día, hacía sentir su fuego con más intensidad sobre el maltrecho cuerpo del último hombre sobre la tierra. Sí, el pescador estaba convencido de que era el último que quedaba sobre la faz del planeta y su ansia por sobrevivir le empujaba hacia la más absurda de las situaciones pues, si realmente era el último de su especie y la soledad más absoluta le acompañaría si conseguía mantenerse con vida, ¿con qué fin le había perdonado la vida el Gran Padre Océano?, y lo que le tenía más atormentado ¿por qué razón, el Padre Creador le había concedido una segunda oportunidad y a los demás de su especie no?.
En la distancia, las ondulaciones comenzaban a tomar formas de montaña, y cada vez más el suelo que pisaba era menos arenoso y presentaba una coloración más oscura. La posibilidad de hallar zonas con mayor vegetación y encontrar algún reptil o algún roedor que poder cazar, animaba su marcha. Poco a poco, los secos y pequeños arbustos eran más frecuentes y sus descalzos pies comenzaron a notar que el suelo que pisaba ya no era tan reseco y ardiente y se tornaba más templado y pedregoso pero, el día avanzaba y las zonas con más abundante vegetación que tanto ansiaba, no aparecían ante sus ojos. El sol se situó a sus espaldas y su sombra comenzó a alargarse frente a él, lo que indicaba que la luz no tardaría en dejar paso a la oscuridad. Debía prepararse para pasar otra noche bajo las estrellas y lo que resultaba más peligroso para su supervivencia es que no tendría posibilidad de beber o comer algo, ya que donde ahora se encontraba no disponía de las amargas plantas de las dunas y el único líquido que podría obtener era su propia orina, si bien y con lo poco que había podido hidratarse no era probable que al miccionar consiguiera expulsar más que unas pocas gotas.
Llegada la noche y junto a un grupo de pequeñas rocas que le concedían una mínima protección, el pescador dejó caer su agotado cuerpo, al tiempo que pasaba su reseca lengua por unos agrietados labios con la vana intención de proporcionarles algo de humedad. Ya no sentía dolor, su cerebro había creado una barrera que imposibilitaba a las terminaciones nerviosas realizar su trabajo. El propio dolor le había anulado la capacidad de sufrir y su cuerpo ya no le pertenecía, estaba en el límite de la vida y se había rendido a lo irremediable.
Tendido boca arriba esperó la llegada de la muerte. Sus ojos contemplaron por última vez la extraordinaria majestuosidad del infinito espacio exterior, inundado de estrellas, hacia donde viajaría cuando abandonara su mortal envoltura y, sin darse cuenta, sus labios comenzaron a susurrar la oración que de bien pequeño aprendió de aquellos que se preparaban para dejar este mundo y viajar al reino del Padre Creador.
“Señor, dame tu mano para que pueda levantarme, dame tu luz para que pueda ver el camino y cuando llegue el momento, dame la paz junto a ti en el reino de las estrellas”.
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