octubre 28, 2012

En busca de una tierra misteriosa (1)


Al observar las imponentes ruinas de Memphis o Palmira, al encontrarse con la gran pirámide de Ghiza, al recorrer el Nilo o al pasear por las ruinas de la misteriosa Petra, que durante mucho tiempo se creyó perdida, se llega a la conclusión de que, a pesar del origen vago y nebuloso de estas reliquias históricas, se disciernen ciertos fragmentos que proporcionan una base sólida sobre la cual elaborar algunas conjeturas. Menfis fue la capital del Imperio Antiguo de Egipto. Estaba situada al sur del delta del río Nilo, en la región que se encuentra entre el Bajo y el Alto Egipto. Fundada alrededor del 3050 a. C. por el primer faraón de Egipto, Menes, las ruinas de la ciudad se encuentran 19 km al s

ur de El Cairo, en la ribera occidental del Nilo. El dios local fue Ptah. Durante gran parte de la historia egipcia, Menfis fue la ciudad más importante del país y el centro económico del reino, capital indiscutible desde la dinastía I a la VIII, resurgiendo durante el reinado de Ramsés II y Merenptah. Cuando otras ciudades como Tebas, Pi-Ramsés, Tanis o Sais ostentaban la capitalidad, seguía siendo denominada Balanza de las Dos Tierras, el más importante centro del país. Por su parte,  Palmira fue una antigua ciudad nabatea situada en el desierto de Siria, en la actual provincia de Homs, a 3 km de la moderna ciudad de Tadmor o Tadmir, (versión árabe de la misma palabra aramea “palmira“, que significa “ciudad de los árboles de dátil“). En la actualidad sólo persisten sus amplias ruinas, que son foco de una abundante actividad turística internacional. La antigua Palmira fue la capital del Imperio de Palmira bajo el efímero reinado de la reina Zenobia.


Petra es un importante enclave arqueológico en Jordania, y la capital del antiguo reino nabateo. El nombre de Petra proviene del griego πέτρα,  que significa piedra. Y su nombre es perfectamente adecuado; no se trata de una ciudad construida con piedra, sino, literalmente, excavada y esculpida en la piedra. El asentamiento de Petra se localiza en un valle angosto, al este del valle de la Aravá, que se extiende desde el mar Muerto hasta el Golfo de Aqaba. Los restos más célebres de Petra son sin duda sus construcciones labradas en la misma roca del valle (hemispeos). En particular los edificios conocidos como la Khazneh (la Tesorería) y el Deir (el Monasterio). Fundada en la antigüedad hacia el final de siglo VII a. C. por los edomitas, fue ocupada en el siglo VI a. C. por los nabateos, que la hicieron prosperar gracias a su situación en la ruta de las caravanas que llevaban el incienso, las especias y otros productos de lujo entre Egipto, Siria, Arabia y el sur del Mediterráneo. Hacia el siglo VIII, el cambio de las rutas comerciales y los terremotos sufridos, condujeron al abandono de la ciudad por sus habitantes. Cayó en el olvido en la era moderna, y el lugar fue redescubierto para el mundo occidental por un explorador suizo, Johann Ludwig Burckhardt, en 1812. Numerosos edificios, cuyas fachadas están directamente esculpidas en la roca, forman un conjunto monumental único que, a partir del 6 de diciembre de 1985, está inscrito en la Lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO. La zona que rodea el lugar es también, desde 1993, Parque Nacional arqueológico. Desde el 7 de julio de 2007, Petra forma parte de las Nuevas Siete Maravillas del Mundo.
Helena Blavatsky, también conocida como Madame Blavatsky, cuyo nombre de soltera era Helena von Hahn y luego de casada Helena Petrovna Blavátskaya, (1831 – 1891), fue una escritora, ocultista y teósofa rusa. Fue también una de las fundadoras de la Sociedad Teosóficay contribuyó a la difusión de la Teosofía moderna. Sus libros más importantes son Isis sin velo yLa Doctrina Secreta, escritos en 1875 y 1888, respectivamente. En sus escritos, de gran erudición, se refirió a una serie de civilizaciones antiguas, algunas de ellas perdidas, que han servido de inspiración a escritores posteriores que han tratado estos temas. Me he basado en algunos de sus escritos para redactar este artículo.
No obstante la espesa niebla tras la que se esconde la historia de estas antigüedades, existen algunas zonas despejadas a través de los cuales uno vislumbra la luz. Conocemos a los descendientes de los constructores. También estamos familiarizados, aunque superficialmente, con la historia de las naciones cuyos vestigios nos rodean. Sin embargo, no ocurre lo mismo con las antigüedades del Nuevo Mundo en las dos Américas. A lo largo de la costa peruana, en el istmo centroamericano, en todo Norteamérica, en los cañones de las Cordilleras, en los desfiladeros infranqueables de los Andes y más allá del valle mexicano, yacen las ruinas desoladas de centenares de ciudades en un tiempo poderosas, que han caído en el olvido de la memoria humana junto a su nombre. Sepultadas en densas selvas, soterradas en valles inaccesibles; a veces bajo muchos metros de tierra, desde el día de su descubrimiento hasta la fecha, continúan siendo un acertijo para la ciencia, eludiendo toda investigaciónSu silencio es más impenetrable que el de la Esfinge egipcia. No sabemos casi nada acerca de América antes de la conquista. No ha sobrevivido ningún tipo de crónica, ni siquiera relativamente moderna. Y los conquistadores españoles y de otros países se ocuparon de destruir gran parte de la información existente. Aun entre los oriundos del continente americano, solo existen unas pocas y oscuras tradiciones sobre su pasado.

Desconocemos mucho sobre las razas que construyeron tales estructuras ciclópeas, así como ignoramos el culto extraño que inspiró a los escultores antediluvianos, que construyeron a lo largo de centenares de kilómetros,  murallas, monumentos, monolitos, altares, jeroglíficos insólitos, compuestos por grupos de animales y hombres. Son las imágenes de una vida desconocida y de un arte perdido. Escenas, a veces, tan fantásticas y atípicas que, involuntariamente, sugieren la idea de un sueño febril, cuya fantasmagoría, por el simple gesto de la poderosa mano de un mago, repentinamente se cristalizó en el granito, dejando para siempre atónita a la posteridad. Aun en los albores del siglo XIX, se desconocía el caudal de tales antigüedades. Desde el principio, los celos pueriles y sospechosos de los españoles habían edificado una suerte de muralla china entre sus posesiones americanas y el viajero investigador. Además, la ignorancia y el fanatismo de los conquistadores y su desinterés por todo, exceptuando la satisfacción de su codicia insaciable, habían obstruido la búsqueda científica. Desde hace mucho tiempo se desacreditaron los relatos entusiastas acerca del esplendor de los templos, los palacios y las ciudades de México y Perú, redactados por Cortés y su ejército de ambiciosos aventureros y de Pizarro, con su séquito de destructores de culturas y de monjes.
William Robertson (1721 –1793), uno de los más destacados historiadores escoceses, en su “Historia de América”, se limita simplemente a informar a su lector que las casas de los mexicanos antiguos: “eran simples cabañas de hierbas, fango o las ramas de los árboles, como las de los indios más retrógrados“. Además, amparándose en el testimonio de algunos españoles, se atrevió a decir que: “en la amplia extensión de este gran imperio no había “¡ni siquiera, un sólo monumento o vestigio de alguna edificación que antecediera la conquista!“.  ¡Así se escribe la historia! Al gran geógrafo, naturalista y explorador prusiano Alexander von Humboldt le correspondió reivindicar la verdad. En 1803, este eminente y erudito viajero, iluminó el mundo de la arqueología con un nuevo haz de luz, demostrando ser, afortunadamente, el pionero de los descubrimientos futuros. En lo que es el actual México, describió Mitla,  Xoxichalco y el gran templo piramidal de Cholula. Mitla (Mictlan o Lugar de los muertos en náhuatl, Lyobaa o Lugar de descanso en zapoteco, Ñuu Ndiyi o Lugar de los muertos en mixteco) es una zona arqueológica localizada en el estado mexicano de Oaxaca. La ciudad se localiza a 40 km de la ciudad de Oaxaca, y a mas de 600 km de la Ciudad de México; en ella han trabajado diversos arqueólogos entre los que destaca Leopoldo Batres (1852-1926), quien descubrió cimientos zapotecos bajo las decoraciones mixtecas existentes. En Mitla hay evidencias de ocupación humana desde principios de nuestra era (año 0 a 200). Ante la desaparición de Monte Albán como núcleo de poder, Mitla se convirtió en una población muy importante que funcionó como centro de poder para los zapotecas del valle. Su máximo crecimiento y apogeo ocurrió entre 950 y 1521.

La zona arqueológica comprende cinco conjuntos de arquitectura monumental: Grupo del Norte; Grupo de las Columnas; Grupo del Adobe o del Calvario; Grupo del Arroyo y Grupo del Sur. Los conjuntos del Adobe o Calvario y del Sur, por haber sido construidos en épocas anteriores, reproducen la tradición de plazas, rodeadas de palacios sobre plataformas, al estilo de Monte Albán. En los conjuntos del Norte, las Columnas y el Arroyo, se ubican los edificios administrativos y palacios de personajes de alto rango. Estos palacios se caracterizan por el uso arquitectónico de grandes monolitos y por sus fachadas ornamentadas con mosaicos de grecas de diferentes diseños enmarcados por tableros, elementos que son parte de la rica tradición arquitectónica zapoteca iniciada en Monte Albán con fuertes influencias teotihuacanas. Al oeste de la población actual de Mitla, se encuentra “La Fortaleza“, sitio defensivo amurallado por los zapotecas, para defender su ciudad de posibles invasiones. En las cercanías de Mitla se localiza el misterioso sitio de “Hierve el agua” que frecuentaban los zapotecas. La zona arqueológica de Cholula es un sitio histórico localizado siete kilómetros al oeste de Puebla de Zaragoza, capital del estado mexicano de Puebla. Es una zona federal que se encuentra entre los municipios de San Pedro Cholula y de San Andrés Cholula, y su nombre deriva del vocablo náhuatl Cholollan, que tiene el extraño significado de “agua que cae en el lugar de huida“. Se trata de uno de los asentamientos más antiguos de México, y presenta una ocupación continua desde el período preclásico superior. A pesar de ello, su importancia en Mesoamérica fue variable a lo largo de los dos mil años de historia de la civilización nativa de América central.

Después de Alexander von Humboldt  vinieron Stephens, Catherwood y Squier, mientras en Perú trabajaban D’Orbigny y el doctor Tschuddi. Desde entonces, numerosos viajeros afluyeron a estos sitios, dándonos detalles minuciosos acerca de las vastas antigüedades. Sin embargo, nadie sabe cuántas más se quedan inexploradas y aun desconocidas. En lo que concierne a los edificios prehistóricos, Perú y México son comparables con Egipto. Se asemejan a la tierra de los faraones en la inmensidad de sus estructuras ciclópeas. Perú la supera en cantidad y Cholula rebasa a la gran pirámide de Cheops en anchura, si no en altura. Las murallas, las fortificaciones, las terrazas, los canales, los acueductos, los puentes, los templos, los cementerios, ciudades enteras y las calles exquisitamente pavimentadas, serpentean por centenares de millas en una línea interrumpida, cubriendo la tierra como si fueran una red. En la costa, las construcciones son de tabiques y en las montañas de cal porfídica, granito y arenisca de sílice. La historia no sabe nada de las largas generaciones de los artífices de estas obras y aun la tradición guarda silencio. Obviamente, una exuberante vegetación ha cubierto la mayoría de estos restos líticos. Selvas enteras han surgido de los corazones rotos de las ciudades y, aparte de algunas excepciones, todo está en ruina. Sin embargo, lo que permanece nos da una idea de lo que fue en su tiempo.

Los historiadores españoles hacen remontar casi todas las ruinas a los Incas. Este es un gran error. Los jeroglíficos que, a veces, cubren íntegramente las murallas y los monolitos, siguen siendo siempre letra muerta para la ciencia moderna, así como lo eran para los Incas, cuya historia puede ser reconducida hasta el siglo XI. Los Incas ignoraban el significado de estas inscripciones, atribuyéndolas todas a sus antepasados desconocidos, desacreditando la suposición según la cual descendían de los primeros seres que civilizaron su país. Inca es el título quechua para el jefe o emperador y el nombre de la raza o, mejor dicho, la casta regente y más aristocrática de la tierra que gobernó durante un período desconocido antes de la conquista española. Según algunos, su primera aparición, procedentes de regiones desconocidas, se remonta al 1021, en Perú. Otras conjeturas los reconducen a cinco siglos después del “diluvio” bíblico, conforme a la teología cristiana. Sin embargo, esta última teoría se acerca a la verdad más que la otra. Los Incas, considerando sus privilegios exclusivos, su poder e “infalibilidad”, son la contraparte americana a la casta brahmánica de la India.

Análogamente a esta última, los Incas afirmaban descender directamente de la Deidad que, como en el caso de la dinastía Suryavansa inda, era el Sol. Según una única tradición general, en un tiempo la población completa del Nuevo Mundo estaba fragmentada en tribus independientes, beligerantes y bárbaras. Finalmente, la deidad “Superior“, el Sol, se enterneció,  y a fin de rescatar a esta gente de la ignorancia, envió a la tierra a sus dos hijos: Manco Capac y su hermana y mujer, Mama Ocollo Huaco, con la misión de instruir a los terrícolas. Nuevamente, ellos eran la contraparte del Osiris egipcio y su hermana y mujer Isis y también de los innumerables dioses, semidioses hindúes y sus cónyuges. Estos dos aparecieron en una isla hermosa en el lago Titicaca y se dirigieron hacia el norte, a Cuzco, que enseguida se convirtió en la capital de los Incas, donde empezaron a diseminar su civilización. La pareja divina, reuniendo las varias razas peruanas, empezó a asignarles sus deberes. Manco Capac enseñó a los hombres la agricultura, la legislación, la arquitectura y las artes. Mama Ocollo instruyó a las mujeres a tejer, hilar, bordar y en los quehaceres domésticos. Hace tres años, en el segundo volumen de “Isis sin Velo” Helena Blavatsky escribió: “Un día se descubrirá que el nombre América está íntimamente relacionado con Meru, la montaña sagrada en el centro de los siete continentes“.  Los primeros descubridores de América se percataron de que algunas tribus oriundas llamaban a dicho continente Atlanta. En los estados de América Central encontramos el nombre Amerih que significa, análogamente a Meru, una gran montaña. Se desconoce también el origen de los indios Kamas americanos.
Los Incas afirman que descienden de esta pareja celestial. Sin embargo, ignoraban por completo quiénes fueron los artífices de las magníficas ciudades, ahora en ruinas, esparcidas en el área de su imperio, que entonces se extendía desde el ecuador hasta a  más de 37 grados de latitud,  incluyendo no sólo la vertiente occidental de los Andes, sino la cadena montañosa completa con sus faldas orientales, hasta el río Amazonas y el Orinoco. Como directos descendientes del Sol, ellos tenían la exclusividad para ser los altos sacerdotes de la religión de estado, así como también los emperadores y los estadistas más importantes en la tierra. En virtud de esto, y análogamente a los brahmanes, se otorgaron una superioridad divina sobre los mortales ordinarios, instituyendo, como los “nacidos dos veces” una casta exclusiva y aristocrática: la raza Inca. Todo Inca reinante, al ser considerado un hijo del Sol, era un alto sacerdote, el oráculo, el caudillo en la guerra, un soberano absoluto, desempeñando el doble oficio de Papa y Rey, anticipando, mucho tiempo antes, el sueño de los pontífices romanos. Sus órdenes se ejecutaban sin vacilar, su persona era sagrada y era el objeto de honores divinos. Los oficiales superiores no podían presentarse ante él con zapatos.
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