octubre 19, 2012

FORASTEROS ALLENDE LOS MARES



Los toltecas dejaron Tollan en el 987 d.C. bajo el liderazgo de To-piltzin-Quetzalcóatl, molestos con las abominaciones religiosas y buscando un lugar donde poder dar culto como en los días de antaño. Así fue como llegaron a Yucatán. Seguramente, podrían haber encontrado un lugar más cercano, haciendo así su viaje menos arduo, teniendo que pasar por menos territorios de tribus hostiles. Sin embargo, decidieron llevar a cabo una larga caminata de más de mil quinientos kilómetros hasta una tierra diferente en todos los aspectos -llana, sin ríos, tropical- de la suya propia. No se detuvieron hasta llegar a Chichén Itzá. ¿Por qué? ¿Cuál era el imperativo para llegar a la ciudad sagrada que los mayas ya habían abandonado? Tan sólo podemos buscar una respuesta en sus ruinas.


De fácil acceso desde Mérida, la capital administrativa de Yucatán, se ha comparado a Chichén Itzá con la italiana Pompeya, en donde, después de quitar las cenizas volcánicas bajo las cuales yacía enterrada, salió a la luz una ciudad romana, con sus calles, sus casas y sus murales, con sus pintadas callejeras y todo. Aquí, lo que había que quitar era la cubierta selvática, recompensando al visitante con un doble regalo: una visita a una ciudad maya del «Imperio Antiguo», y una imagen especular de Tollan, tal como sus emigrantes la habían visto por última vez; pues cuando los toltecas llegaron, reconstruyeron y construyeron Chichén Itzá a imagen de su antigua capital.

Los arqueólogos creen que en este lugar hubo una importante población incluso en el primer milenio a.C. Las Crónicas de Chilam Balam dan fe de que hacia el 450 d.C, Chichén Itzá era la principal ciudad sagrada de Yucatán. Entonces, se le llamaba Chichén, «la boca del pozo», pues su rasgo más sagrado era uncenote o pozo sagrado al cual llegaban peregrinos de todas partes.


La mayor parte de los restos visibles de aquella era de dominación maya están situados en la parte sur, lo que han dado en llamar el «Viejo Chichón». Es aquí donde están ubicados la mayor parte de los edificios descritos y dibujados por Stephens y Catherwood, y llevan nombres tan románticos como Akab-Dzib(«lugar de la escritura oculta»), la Casa de las Monjas, el Templo de los Umbrales, etc.
Figura 38


Los últimos en ocupar (o, más bien, reocupar) Chichen Itzá antes de la llegada de los toltecas fueron los itzaes, tribu que algunos consideran parientes de los toltecas y otros ven como emigrantes del sur. Fueron ellos los que le dieron al lugar su actual nombre, que significa «La boca del pozo de los itzaes», y construyeron su propio centro ceremonial al norte de las ruinas mayas; los edificios más famosos del lugar, la gran pirámide central («el Castillo») y el observatorio (el Caracol) los construyeron ellos -luego se apoderarían de éstos los toltecas, que los reconstruirían cuando recrearon Tollan en Chichén Itzá.

El descubrimiento fortuito de una entrada permite al visitante de hoy pasar por el espacio que queda entre la pirámide de los itzaes y la de los toltecas, que cubre a la anterior, y ascender por la antigua escalinata hasta el santuario itzá, en donde los toltecas instalaron una imagen de Chacmool y de un jaguar.

Desde el exterior, sólo se puede ver la estructura tolteca, una pirámide que se eleva en nueve niveles (Fig. 38) hasta una altura de unos 56 metros. Consagrada al dios de la Serpiente Emplumada, Quetzalcóatl-Kukulcán, no sólo se le venera con ornamentos de serpientes emplumadas, sino también incorporando en la estructura diversos aspectos calendáricos, como la construcción en cada uno de los cuatro lados de la pirámide de una escalinata con 91 peldaños que, junto con el último «peldaño» o plataforma superior suman los días del año solar (91 x 4 + 1 = 365).

Otra estructura, llamada el Templo de los Guerreros, duplica literalmente la pirámide de los Atlantes de Tula, tanto por su ubicación y orientación como por su escalinata, las serpientes emplumadas de piedra que la flanquean, su decoración y sus esculturas.
Figura 39


Al igual que en Tula (Tollan), frente a esta pirámide-templo, al otro lado de la gran plaza, está el principal juego de pelota. Es una inmensa cancha rectangular de casi 190 metros de larga -la más grande de América Central. Altos muros se elevan a lo largo de sus costados, y en el centro de cada uno de ellos, a algo más de diez metros del suelo, sobresale un anillo de piedra decorado con tallas de serpientes entrelazadas. Para vencer en el juego, los jugadores tenían que lanzar una pelota maciza de caucho a través de los anillos.

Cada equipo lo componían siete jugadores; el equipo que perdía pagaba un alto precio: su líder era decapitado. Unos paneles de piedra, decorados con bajorrelieves que representaban escenas del juego, se instalaban en toda la longitud de estas largas paredes. El panel central de la pared oriental (Fig. 39) muestra todavía al líder del equipo ganador (a la izquierda) sosteniendo la cabeza cortada del líder del equipo perdedor.


Tan severo fin sugiere que en este juego de pelota había algo más que juego y entretenimiento. En Chichén Itzá, como en Tula, había varias canchas para el juego de pelota, quizá para entrenarse o para juegos menos importantes. La cancha principal era única por su tamaño y esplendor, y la importancia de lo que pudo acaecer en ella viene subrayado por el hecho de que estuviera acompañada por tres templos ricamente decorados con escenas de guerreros, de enfrentamientos mitológicos, el Árbol de la Vida y una deidad alada y con barba provista de dos cuernos (Fig. 40).

Figura 40


Todo esto, junto con la diversidad y la vestimenta de los jugadores, nos habla de un acontecimiento intertribal, si no internacional, de gran importancia política y religiosa. El número de los jugadores (siete), la decapitación del líder del equipo perdedor y el uso de una pelota de caucho parecen remedar un relato mitológico del Popol Vuh en el que se da un combate entre dioses que adopta la forma de una competición con una pelota de caucho. En ésta, se enfrentaban el dios Siete-Macaw y sus dos hijos contra varios dioses celestes, incluidos el Sol, la Luna y Venus. El hijo Siete-Huanaphu, derrotado, era decapitado: «Se le separó la cabeza del cuerpo y cayó rodando, se le sacó el corazón del pecho.» Pero, siendo un dios, se le resucitó y se convirtió en un planeta.


Esta representación de acontecimientos divinos convertiría esta costumbre tolteca en algo parecido a las representaciones religiosas del antiguo Oriente Próximo. En Egipto, la desmembración y la resurrección de Osiris se representaba anualmente en una obra de misterios en la cual los actores, entre los que estaba el faraón, hacían los papeles de diversos dioses; y en Asiría, en una compleja representación que también se llevaba a cabo todos los años, se ponía en escena una batalla entre dos dioses en la cual el perdedor era ejecutado, para ser perdonado y resucitado más tarde por el dios del Cielo.


En Babilonia, se leía todos los años el Enuma elish, la epopeya que describía la creación del Sistema Solar, como parte de las celebraciones de Año Nuevo; en ésta, se representaba la colisión celeste que llevó a la creación de la Tierra (el Séptimo Planeta) como la muerte y decapitación de la monstruosa Tiamat a manos del supremo dios babilónico Marduk.
Figura 41


El mito maya y su representación, haciéndose eco de los «mitos» de Oriente Próximo y sus representaciones, parecen haber conservado los elementos celestiales del relato y el simbolismo del número siete, en su relación con el planeta Tierra. Es significativo que en las imágenes mayas y toltecas que hay a lo largo de las paredes del juego de pelota, algunos jugadores lleven como emblema un disco solar, mientras que otros llevan el de la estrella de siete puntas (Fig. 41).

Es éste un símbolo celeste y no un emblema casual, confirmado, según nuestra opinión, por el hecho de que por todas partes en Chichén Itzá se puede ver la imagen de una estrella de cuatro puntas en combinación con el símbolo del «ocho» para el planeta Venus (Fig. 42a), y que en otros lugares del noroeste de Yucatán, las paredes de los templos se decoraban con símbolos de estrellas de seis puntas (Fig. 42b).


El representar a los planetas como estrellas con diferente número de puntas es tan común que solemos olvidar cómo surgió esta costumbre: como otras tantas cosas, tuvo su origen en Sumer. Basándose en lo que habían aprendido de los nefilim, los sumerios no contaban los planetas tal como lo hacemos nosotros, desde el Sol hacia fuera, sino desde el exterior hacia el centro. Así, Plutón era el primer planeta, Neptuno era el segundo, Urano el tercero, Saturno el cuarto,Júpiter el quinto. Marte, así pues, era el sexto, la Tierra el séptimo y Venus el octavo.


La explicación de los expertos de por qué tanto los mayas como los toltecas consideraban a Venus el octavo es porque lleva ocho años terrestres (8 x 365 = 2.920 días) repetir un alineamiento sinódico con Venus por sólo cinco órbitas de Venus (5 x 584 = 2.920 días).

Pero, si esto es así, Venus debería ser el «Cinco» y la Tierra el «Ocho».
Figura 42


El método sumerio nos parece mucho más elegante y preciso, y sugiere que las representaciones mayas/toltecas seguían la iconografía de Oriente Próximo; pues, como se puede ver, los símbolos encontrados en Chichén Itzá y en otros muchos lugares de Yucatán son casi idénticos a aquellos mediante los que se representaba a los distintos planetas en Mesopotamia (Fig. 42c).


De hecho, el empleo de símbolos de estrellas con puntas a la manera de Oriente Próximo se hace más insistente a medida que uno se mueve hacia el noroeste de Yucatán y su costa. Allí, en un lugar llamado Tzekelna, se encontró una notabilísima escultura, que se exhibe en la actualidad en el museo de Mérida. Esculpida a partir de un gran bloque de piedra, al cual la estatua aún está unida por su parte trasera, representa a un hombre de marcados rasgos faciales, posiblemente tocado con un casco.


Tiene el cuerpo cubierto con un traje ceñido, con escamas o costillas. Bajo el brazo doblado, sostiene un objeto que el museo identifica como «la forma geométrica de una estrella de cinco puntas» (Fig. 43). Sobre el vientre, sujeto con correas, lleva un extraño dispositivo circular; los expertos creen que, por algún motivo, identificaba a los que lo portaban como dioses de las aguas.

En un lugar cercano llamado Oxkintok, se encontraron grandes esculturas de deidades que formaban parte de enormes bloques de piedra. Los arqueólogos suponen que habrían servido como columnas de apoyo estructurales en los templos.


Una de ellas (Fig. 44) parece la homologa femenina del dios arriba descrito. Su escamado atuendo aparece también en varias estatuas y estatuillas de Jaina, una isla que se extiende cerca de la costa de esta parte noroccidental de Yucatán, en la cual se levantó un templo de lo más inusual.

La isla habría servido como necrópolis sagrada porque, según las leyendas, era el lugar del último descanso de Itzamna, el dios de los itzaes -un gran dios de antaño que habría llegado sobre las aguas para desembarcar allí, y cuyo nombre significaba «aquel cuyo hogar es el agua».
Figura 43                                           Figura 44


Los textos, las leyendas y las creencias religiosas se combinan, de este modo, para señalar la costa del golfo de Yucatán como el lugar en donde un ser divino o deificado habría desembarcado para crear poblaciones y una civilización en aquellas tierras. Esta potente combinación, estos recuerdos colectivos, debieron de ser el motivo que impulsó a los toltecas a emprender el camino hasta este rincón de Yucatán, y concretamente hasta Chichén Itzá, cuando emigraron en busca de una reactivación y una purificación de sus creencias originales; un regreso al lugar en donde todo había comenzado, y en donde tendría que desembarcar de nuevo aquel dios que había dicho que volvería desde el otro lado del mar.


El punto focal del culto de Itzamna y de Quetzalcóatl, y quizá también de los recuerdos de Votan, era el cenote sagrado de Chichén Itzá -el enorme pozo que le había dado su nombre a Chichén Itzá.

Situado directamente al norte de la pirámide principal y conectado con la plaza ceremonial por medio de una larga avenida procesional, el pozo tiene en la actualidad algo más de 20 metros de profundidad entre la superficie y el nivel del agua, con otros treinta metros más o menos de agua y cieno más abajo. La boca del cenote, de forma oval, mide alrededor de 87 metros de larga y 52 de ancha.


Existen evidencias de que el pozo se agrandó artificialmente y de que, en otro tiempo, hubo una escalinata que llevaba hacia abajo. Aún se pueden ver los restos de una plataforma y un santuario en la boca del pozo; allí, según escribe el obispo Landa, se llevaban a cabo ritos para honrar al dios del agua y las lluvias, se arrojaba a doncellas en sacrificio y los fieles que se apiñaban alrededor echaban ofrendas preciosas, preferiblemente de oro.


En 1885, Edward H. Thompson, que se había ganado una gran reputación por ser el autor del tratado titulado Atlantis Not a Myth, consiguió que se le asignara un consulado de los Estados Unidos en México. No pasó mucho tiempo antes de que comprara, por 75 dólares, más de 250 kilómetros cuadrados de selva, en donde se encontraban las ruinas de Chichén Itzá. Haciendo de aquellas ruinas su hogar, Thompson organizó para el Museo Peabody de la Universidad de Harvard una serie de inmersiones sistemáticas en el pozo con el objetivo de recuperar sus sagradas ofrendas.

Figura 45


Sólo se encontraron alrededor de cuarenta esqueletos humanos; pero los buzos sacaron miles de ricos objetos artísticos. Más de 3.400 estaban hechos de jade, una piedra semipreciosa que era la más apreciada por mayas y aztecas. Entre los objetos había cuentas, varillas nasales, tapones para los oído, botones, anillos, pendientes, globos, discos, efigies, figurines... Más de 500 objetos llevaban grabados en los que se representaba tanto a animales como a personas. Entre estos últimos, algunos llevaban una visible barba (Fig. 45 a, b), con un aspecto muy parecido al de las paredes del templo del juego de pelota (Fig. 45c).


Aún más significativos eran los objetos de metal que sacaron los buzos. Centenares de ellos estaban hechos de oro, y algunos de plata y de cobre -descubrimientos muy llamativos, dada la escasez de metales en la península. Algunos de los objetos estaban hechos de cobre dorado o de aleaciones de cobre, incluido el bronce, lo que indica una sofisticación metalúrgica desconocida en tierras mayas, y evidencia que los objetos se habían traído desde tierras distantes.

Pero lo más desconcertante de todo fue el descubrimiento de discos de estaño puro, un metal que no se encuentra en su estado nativo y que sólo se puede conseguir a través de un complejo refinado de minerales -minerales que están completamente ausentes en América Central.

Entre los objetos de metal, exquisitamente trabajados, había numerosas campanas así como objetos rituales (copas, lavamanos), anillos, tiaras, máscaras; ornamentos y joyas; cetros; objetos de propósito desconocido; y, lo más importante de todo, discos grabados o estampados con escenas de enfrentamientos. En éstas, personas con diferentes atuendos y de rasgos diferentes se enfrentaban entre sí, quizás en combate, en presencia de serpientes terrestres o celestes, o de dioses celestes. El dominante o héroe victorioso se representaba siempre con barba (Fig. 46a, b).

Es evidente que éstos no eran dioses, pues a los dioses celestes o serpiente se les mostraba por separado. Su aspecto, diferente del dios celeste alado y con barba (Fig. 40), aparece en relieves grabados en paredes y columnas de Chichén Itzá junto con otros héroes y guerreros, como éste, con su larga y fina barba (Fig. 47), que alguien apodó «El Tío Sam».

Figura 46

Figura 47

La identidad de esta gente con barba es un enigma; lo que es seguro es que no eran indígenas nativos, puesto que no les crecía el vello facial y, por lo tanto, no podían tener barba. Entonces, ¿quiénes eran estos forasteros?



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