noviembre 05, 2012

La sorprendente cultura maya (4)


Dicho libro constituye una curiosidad notable. Lo conocemos merced a la reproducción fotográfica  y está escrito en caracteres latinos adaptados al idioma maya, con influencia del español. Pero los sacerdotes mayas no tuvieron en cuenta la separación de las palabras ni la puntuación. Muchas palabras aparecen cortadas a capricho. Otras, sin embargo, se hallan unidas en rarísimos grupos de sílabas. En este curioso documento ciertos sonidos mayas, que no existen en español, se representan con la unión de varios caracteres latinos y desconocemos su valor exacto. Desde luego se comprenderá lo muy difícil que era descifrar un texto así, que además unía una intencionada confusión en el texto por su carácter religioso.  El manuscrito, por muy valioso que fuese, constituía un rompecabezas, ya que en los «libros del Chilam Balam» aparecía una cronología distinta a la del antiguo Imperio de los mayas, el llamado «Katum-Count».  Esta tarea secundaria, un tanto laboriosa, adquirió gran interés por el detalle de que cuanto más próxima se veía la solución, más aumentaban los conocimientos del último período de la historia maya, que no solamente adquiría vida, sino que, en especial, permitía fijar fechas. Todo lo que hasta entonces se sabía del antiguo pueblo maya era confuso y lejano, fríamente fijado en una arquitectura incomprensible. Pero ahora, por lo menos, esta última parte de su historia no parecía tan distinta a la de todos los demás pueblos que conocemos. Era ya una sucesión de invasiones, guerras, traiciones y revoluciones. En suma, una historia típica humana.  
 

En ella se cita a las familias de los Xiu y de los Itzá, que se disputaban el poder; el esplendor de la metrópoli de Chichen Itzá, de sus palacios, cuya grandeza y estilo, comparados con las ciudades más antiguas situadas al sur del Yucatán, acusaban una extraña influencia extranjera. De Uxmal, cuya sencillez monumental daba la impresión de un renacimiento del Antiguo Imperio; y de Mayapán, donde coexistían ambos estilos. También sabemos de la alianza entre las ciudades de Mayapán, Chinchen Itzá y Uxmal. Pero la traición rompe dicha alianza y el ejército de Chinchen Itzá ataca a las tropas de Mayapán. Pero Hunac Ceel, jefe de ésta, recluta mercenarios toltecas y conquista Chinchen Itzá, llevando a sus príncipes como rehenes a la corte de Mayapán. Y éstos, más tarde, sólo tendrán la categoría de virreyes. La alianza entre ambas ciudades se ha quebrado. En 1441, los derrotados organizaron una revuelta dirigida por la dinastía de los Xiu, de Uxmal. Los insurrectos conquistan a su vez Mayapán, con lo cual no sólo se rompe otra vez la ficticia alianza entre las ciudades, sino que también se cuartea el propio Imperio de los mayas.  Los Xiu fundaron aún otra ciudad, llamada Maní, que, según algunos, quiere decir «ha pasado». Cuando llegaron los españoles, conquistaron el Imperio maya mucho más fácilmente que Cortés el Imperio azteca de México.  Tal visión de la historia con fecha del Nuevo Imperio era, en muchos aspectos, emocionante.

Con el fin de no dar una falsa impresión respecto a estas investigaciones, antes de entrar en la parte más enigmática de la historia maya, insistamos en que los resultados de las investigaciones no adquirían una trabazón lógica, sino que el investigador, que penosamente iba descifrando los «libros del Chilam Balam», tuvo que recurrir, para poder llegar a una conclusión, a los apuntes de un colega que había realizado trabajos de excavaciones treinta años antes,  y de otro filólogo, cuyos estudios le habían llevado al desciframiento de los calendarios hacía diez años. Y en la difícil labor de descubrir esta cultura sumergida, los conocimientos no se sucedieron, hasta nuestros días, de manera lógica y normal, sino que cada descubrimiento modificaba las conclusiones anteriores.  Así se llegó a completar también el esquema de un proceso histórico que no tiene parangón en el mundo, y que aún hoy día no está explicado tan diáfanamente para que todos hayan de convenir en la solución dada. Quedan muchos enigmas por resolver en este terreno. Hemos empleado las expresiones Nuevo Imperio y Antiguo Imperio, con lo cual nos hemos adelantado. Pero después de haber sabido algo de Mayapán, de Chichen Itzá y de Uxmal, por citar sólo las ciudades más importantes del Nuevo Imperio, veamos lo que dicen los investigadores que se ocuparon de la cronología maya. ¿Por qué llaman Nuevo Imperio a estas fundaciones del norte del Yucatán?  A lo que ellos nos contestan: porque estas ciudades fueron fundadas más tarde, aproximadamente entre los siglos VII y X de nuestra era, y porque este Nuevo Imperio se distingue netamente del Antiguo en cuanto a sus características, tanto en la arquitectura como en la escultura o en el calendario.  
 

Y empleamos la palabra «fundaciones» aludiendo a que en este caso no se trata de un nuevo aspecto surgido de una forma antigua, sino que el Nuevo Imperio consistía efectivamente en una fundación en plena selva virgen. Es decir, que los mayas creaban auténticas ciudades completamente nuevas. El Antiguo Imperio se hallaba en el sur de la península del Yucatán, en las actuales tierras de Honduras, Guatemala, Chiapas y Tabasco.  Luego, ¿debe ser considerado el Nuevo Imperio como colonia del Antiguo, erigido por emigrantes colonizadores?  Los investigadores dicen que los fundadores de las nuevas ciudades eran los habitantes del Imperio maya.  ¿Quieren decir con esto que el pueblo maya había abandonado su bien organizado Imperio, sus plazas fuertes y su territorio para edificar un nuevo Imperio más al Norte, en medio de la inseguridad de una comarca virgen?  Y los investigadores replican afirmativamente. Y aquí nos presentan una serie de fechas que nos hace recordar lo ya dicho sobre cómo el pueblo que logró desarrollar el mejor calendario del mundo se había convertido en esclavo del mismo. Los mayas no construían sus grandes edificios cuando los necesitaban, sino cuando el implacable calendario se lo ordenaba, con rigor cronológico, o sea cada cinco, diez o veinte años. Y en cada nuevo edificio ponían la fecha de su fundación.  A veces reforzaban una pirámide antigua con una nueva capa cuando una nueva intercalación en el calendario exigía que fuera eternizada. Esto lo hicieron durante siglos con una regularidad absoluta, como lo demuestran las fechas cinceladas. Y esta regularidad sólo podía ser interrumpida por una catástrofe o por una emigración.  Por lo tanto, cuando vemos que en una ciudad cesaban las construcciones en una fecha determinada, y aproximadamente en la misma época empezaban en otra ciudad, llegamos a esta conclusión: la población de la primera lo abandonaba de repente todo y emigraba para fundar otra ciudad.  Todo esto, aunque nos plantea una serie de problemas, podría explicarse de diversas maneras.

Pero un hecho acaecido aproximadamente en el año 610 deshace estas primeras hipótesis.  Todo un pueblo, todos los habitantes de importantes ciudades, abandonaron sus sólidas viviendas para emigrar al Norte, despoblado y cubierto de exuberante vegetación. Ninguno de aquellos emigrantes regresó a las ciudades de origen, que quedaron desiertas. Y la jungla penetró de nuevo en sus calles, la hierba creció en las escaleras y en los muros de los palacios, las semillas del bosque penetraron en las hendiduras de las piedras, que se cubrieron de tierra, y la vegetación tropical surgida en los cimientos de las mismas murallas las derribó. Jamás volvió el pie de un ser humano a hollar el empedrado de aquellos patios y calles ni a subir por las altivas escalinatas de sus pirámides.  Para que podamos darnos cuenta de lo extraño e incomprensible de tal suceso, imaginemos, por ejemplo, que todo el pueblo catalán, después de haber vivido una historia milenaria, emigrase de pronto a Italia para fundar allí una nueva patria. Que abandonase sus monumentos  y sus urbes y que,  al llegar a Italia,  empezaran inmediatamente a construir nuevas ciudades y catedrales idénticas a las que abandonaron en Catalunya.  Con este ejemplo es quizá más fácil imaginarlo en relación a los mayas. Cuando se averiguó tal cosa, las interpretaciones se multiplicaron. Lo más natural era suponer que eran extranjeros invasores quienes habían arrojado de su país a los mayas; pero ¿qué invasores podían haber sido? Los  mayas estaban entonces en el apogeo de una evolución histórica y nadie podía competir con ellos en fuerza militar. Por otra parte, a la luz de los  descubrimientos arqueológicos, esa explicación es insuficiente, ya que en las ciudades abandonadas no se encontraban huellas de lucha ni saqueo de conquistadores. ¿Había motivado tal emigración una catástrofe de la Naturaleza? Imposible. ¿Dónde están las huellas? y, además, ¿qué catástrofe natural puede impulsar a un pueblo a reconstruir un nuevo Imperio en otro lugar en vez de regresar a sus orígenes?
 

¿Habían padecido los mayas alguna epidemia? No hay indicios de que fuera un pueblo numéricamente reducido el que emprendiera la gran emigración. Al contrario, el que construyó nuevas y poderosas ciudades, como Chichen Itzá, debía de ser muy fuerte.  ¿Sería un cambio de clima lo que hiciera imposible seguir viviendo en aquellas regiones? No es probable, cuando la distancia en línea recta del centro del Antiguo Imperio al centro del Nuevo no es superior a 400 kilómetros. Un cambio de clima, del que faltan indicios, capaz de haber producido efectos tan revolucionarios en la estructura de un Imperio, también habría afectado a la comarca del nuevo emplazamiento.  ¿Qué explicaciones nos quedan, pues?  En los últimos decenios se encontró la que parece más acertada y es cada vez mayor el número de investigadores que la aceptan. Es la tesis del profesor americano Sylvanus Griswold Morley, quien, para demostrarla, nos invita a echar una ojeada a la historia y a la estructura social del Imperio maya. Ello nos permitirá conocer otra particularidad de aquel pueblo extraño. De todas las grandes civilizaciones del mundo, la de los mayas es la única que no conoce el arado.   El Antiguo Imperio maya, según la correlación con la era cristiana, calculada por S. G. Morley en base a las fechas grabadas en las construcciones mayas, estuvo vigente desde una época aún indeterminada hasta el año 610 de nuestra era.

Hasta el 374 de nuestra era, la ciudad maya más antigua de las halladas parece ser la de Uaxactún, situada en la frontera norte de la actual Guatemala. Después, no muy lejos de allí, surgieron Tikal y Naranjo. Mientras tanto, se había fundado en la actual Honduras la ciudad de Copan, y posteriormente, Piedras Negras, en el río Usumacinta. Desde el 374 hasta el 472 se fundaron las ciudades de Palenque, situadas en la frontera de Chiapas. Tabasco, construida entre el período antiguo y el medio, aunque suele ser atribuida al antiguo; la de Menché, en Chiapas, y por último, la de Quiriguá, en Guatemala. Desde el 472 hasta el 610 surgieron las ciudades de Seibal, Ixkúr, Flores y Benque Viejo. A finales de este gran período tuvo efecto la emigración.  Si estudiamos el espacio geográfico en que se hallaban comprendidas estas ciudades del Antiguo Imperio, vemos que dicho espacio forma un triángulo cuyos vértices están determinados por Uaxactún, Palenque y Copan. Vemos también que en los lados, o ya dentro del triángulo, se hallan las ciudades de Tikal, Naranjo y Piedras Negras. Y observamos igualmente, con la única excepción de Benque Viejo, que todas las ciudades que se fundaban en último lugar, y cuya vida fue más breve, están en el interior y son Seibal, Ixkúr y Flores.  Así se ha descubierto uno de los procesos históricos más asombrosos de la Historia: Los mayas deben de haber sido el único pueblo del mundo cuyo estado ha ido  progresando de fuera adentro.  Un imperialismo hacia el propio centro. Un crecimiento desde los miembros hacia el corazón, pues realmente aquello era crecimiento y, aunque parezca paradójico, expansión. El Imperio maya no fue aplastado por una potencia extranjera, que no existía, sino que la evolución tuvo efecto en una dirección contraria a toda lógica y diferente a toda experiencia histórica conocida, sin la menor influencia del exterior.
 

No hay motivos para aludir a los chinos y su Gran Muralla, ni queremos resaltar el argumento según el cual, un pueblo que se sabía en decadencia, no  quería  extenderse hacia el exterior. Hasta ahora carecemos de toda explicación aceptable que justifique esta asombrosa característica de la historia maya. La solución a este enigma no debe esperarse sólo de los conocimientos profesionales, que hasta ahora han fracasado, sino de la intuición que pueda tener cualquiera, por no decir del azar.  Los trabajos arqueológicos profesionales no han dado solución al problema de por qué los mayas, en el momento culminante de su evolución, cuando sus ciudades se hallaban en pleno apogeo y poderío,  las abandonaban de pronto para emigrar al Norte inhóspito. Hemos dicho que los mayas tenían una civilización urbana. Y esto era cierto en la misma medida que hablamos de la cultura ciudadana de la Europa renacentista. Es decir, que las clases dominantes, nobles y sacerdotes, residían en las ciudades; que detentaban el poder y también la cultura. Que la vida intelectual y las buenas costumbres partían de las ciudades. Pero todas estas ciudades no hubieran podido vivir sin el campesino, sin los frutos de la tierra y sobre todo sin la base principal de la alimentación, que en los países de Europa era el trigo y en los pueblos de la América Central el cereal llamado  Indian corn  o  kukuruz; en una palabra, el maíz.

El maíz alimentaba a todos los habitantes de las ciudades: artesanos y clases dominantes. Del maíz y por el maíz vivía su cultura, como en Europa del pan; ya que las ciudades se construían en esta selva calcinada donde antes se había cultivado el maíz. Pero el orden social de los mayas acusaba diferencias más pronunciadas que cualquier otro. Su carácter se ve claramente al comparar cualquier urbe europea moderna con una ciudad maya. La europea tiene una estructura en cuyo exterior se hallan de manifiesto los contrastes sociales de los habitantes, mas a pesar de ello hay numerosos grados intermedios y numerosas relaciones y conexiones entre los mismos. La ciudad maya, en cambio, presenta crudamente la gran diferencia que existía entre las distintas clases sociales. En una colina solían elevarse los templos y los palacios de los sacerdotes y los nobles, que formaban una ciudadela con carácter de fortaleza. Luego, sin el menor grado de transición, se pasaba de la  ciudad  de piedra a las chozas de madera y ramaje habitadas por la gente común. El pueblo maya se dividía, pues, en un núcleo sumamente reducido de familias dominantes y en una masa abrumadora de gente oprimida.  La barrera establecida entre ambas categorías era desmesurada. Parece ser que a los mayas les ha faltado la clase media y la burguesía.
 

La nobleza se aislaba completamente del pueblo y se la llamaba «almehenoob», que quiere decir «los que tienen padres y madres», o sea, árbol genealógico. De ella surgían también los sacerdotes, así como el príncipe reinante, el «halach uinic», «el hombre verdadero». Y para estos pocos «que tenían padres y madres» trabajaba el pueblo entero. El campesino tenía que entregar un tercio de su cosecha a la nobleza y los sacerdotes, y solamente podía conservar para sí el último tercio. Hemos de recordar que el «diezmo» aplicado en el orden social de la Europa feudal, en la Edad Media, provocó graves revueltas y revoluciones al ser considerado como una imposición insoportable. Además, en la época entre la sementera y la cosecha, los siervos de la gleba eran llevados a las ciudades para ser utilizados en la construcción de edificios. Sin carros ni animales de carga, los propios campesinos arrastraban los bloques de piedra, y sin hierro, cobre, bronce, sólo con instrumentos de piedra, cincelaban aquellas maravillosas esculturas y relieves. La labor de los obreros mayas es semejante a la de los que construyeron las pirámides egipcias, o quizá superior. Este severo orden social, que al parecer imperó durante mil años, llevaba en su seno el germen de la decadencia. La cultura y la ciencia de los sacerdotes iba haciéndose necesariamente cada vez más esotérica, y, al no recibir la savia popular, al no haber comparación de experiencias, la aguda inteligencia de los sabios mayas se dirigió cada vez más exclusivamente hacia los astros, olvidándose de mirar hacia la tierra, que era de donde a la larga recibía su fuerza.

Aquella cultura se olvidó de estudiar otros medios para prevenir las catástrofes y es difícil explicar el fenómeno de que un pueblo capaz de crear obras científicas y artísticas tan importantes no supiera inventar uno de los instrumentos más prácticos, importantes y sencillos: el arado. En el transcurso de toda su historia, los mayas tuvieron una agricultura que no supo salvar la etapa más rudimentaria. Todo su arte consistía en abatir los árboles de una zona de la selva. Cuando la leña estaba seca, poco antes de las lluvias, la quemaban, después de lo cual laboraban el suelo con unas picas largas y puntiagudas, con las cuales practicaban agujeros para la siembra del maíz. Y cuando el campesino había recogido la cosecha, empezaba la misma operación en otra parte de la selva. Como carecían de abonos, excepto del estiércol natural, muy escaso, en las proximidades de los poblados, toda tierra de la que se habían recogido los frutos necesitaba una larga temporada de barbecho, hasta que se pudiera sembrar de nuevo.  Y así llegamos a la explicación posiblemente más exacta de por qué los mayas se veían obligados a abandonar sus sólidas ciudades en un plazo tan breve. Los campos próximos quedaban exhaustos. El tiempo de reposo que un campo necesitaba para dar nuevos frutos y ser de nuevo quemado se prolongaba cada vez más. La consecuencia inevitable de esto era que los campesinos mayas tenían que ir avanzando cada vez más sus roturaciones en la jungla, alejándose de la ciudad que tenían que alimentar y sin la cual no podían vivir; hasta que, al fin, entre ellos y la ciudad se interponía la estepa calcinada y yerma.
 

Así, al desaparecer la base agrícola que le sustentaba, terminó la gran cultura del Antiguo Imperio maya, porque si bien es posible que existan culturas sin técnica, no se dan sin arado. Era el hambre lo que obligaba finalmente al pueblo a emigrar cuando una ciudad quedaba rodeada por una estepa de hierba seca. Entonces abandonaban las ciudades al terreno baldío. Y mientras en el Norte surgía el Nuevo Imperio, la jungla trepaba lentamente otra vez por los templos y palacios abandonados y el terreno baldío se convertía de nuevo en bosque, cubriendo los edificios y ocultándolos a la vista de los hombres durante mil años. Esto puede ser una explicación admisible para desvelar el misterio de las ciudades abandonadas. La luna llena iluminaba la jungla. Sin más compañía que un guía indio, mil quinientos años después de que los mayas hubieron abandonado sus ciudades para dirigirse al Norte, el investigador americano Edward Herbert Thompson cabalgaba por la comarca que ocupara el Nuevo Imperio, destruido a su vez en la época de la conquista por los españoles. Herbert Thompson buscaba el emplazamiento y las ruinas de Chichen Itzá, que debió ser la mayor y más bella ciudad, la más potente y rica.  Las dos cabalgaduras, como los jinetes, habían pasado no pocas fatigas. Thompson estaba tan cansado que ladeaba la cabeza, y los inseguros pasos del caballo parecía que iban a hacerle perder el equilibrio. De pronto oyó una llamada del guía. Sobresaltado, miró hacia adelante y lleno de asombro vio un mundo encantado.  Elevándose sobre los oscuros ramajes de los árboles, se destacaba algo que parecía una alta colina abrupta, en cuya cima, y bañado por la argéntea luz de la luna, se erguía un templo. En el silencio de la clara noche, dicho templo coronaba aquella masa de árboles como el Partenón de una acrópolis india, y parecía cada vez más grande según se acercaban.

El guía saltó del caballo, le quitó la silla y extendió las mantas en el suelo para acostarse. Pero Thompson, fascinado, seguía contemplando el edificio. Apeóse a su vez del caballo y, mientras el guía se acostaba, siguió adelante por el camino. Unas empinadas escaleras ascendían desde la base de la colina hasta el templo. Todas ellas estaban cubiertas de hierbas y arbustos y muchas aparecían derruidas. Thompson conocía tal aspecto, así como la significación y el valor de los monumentos egipcios; pero esta pirámide maya no era una tumba como las del país del Nilo, sino que en su aspecto exterior estas edificaciones se parecían algo a los zigurats babilonios. Pero mucho más todavía que las famosas torres babilónicas, no parecían otra cosa que el gigantesco soporte pétreo de aquellas grandiosas escaleras que se elevaban cada vez a mayor altura, hacia Dios, hacia el Sol y la Luna.  Thompson subió aquellos peldaños, contemplando sus adornos y ricos relieves. Una vez arriba, casi a una altura de treinta metros sobre la selva, miró a su alrededor y contó hasta una docena de monumentos diseminados, ocultos hasta entonces a su vista por la espesura de los árboles, pero que desde allí quedaban al descubierto por el extraño esplendor que en ellos desparramaba la luz de la luna.
 

Aquella era, pues, la ciudad buscada de Chichen Itzá. En su origen, seguramente había sido una fortaleza adelantada de los primeros tiempos de la gran emigración, convertida después en gran metrópoli, centro del Nuevo Imperio. Los días que sucedieron al descubrimiento, Thompson solía estar siempre en una de las antiguas ruinas, y cuenta:  «Un día me hallaba sobre este templo cuando los primeros rayos del sol teñían el lejano horizonte. El silencio del alba era absoluto, al haber cesado todos los ruidos nocturnos de la jungla y no haber despertado aún los del día. Pronto se elevó el astro Sol, redondo, brillante y llameante, y al punto cantó y zumbó gozoso todo aquel mundo. Los pájaros que poblaban los árboles y los insectos de la tierra entonaban su solemne Tedeum. La Naturaleza enseñaba al hombre a adorar al sol y el hombre, en su intimidad, obedecía inconscientemente la antigua doctrina.»  Thompson estaba como hechizado. Ante sus ojos desaparecía la jungla y se abatían amplios horizontes en los que veía largas procesiones, oía melodiosos sones y aquellos palacios se animaban con fiestas ruidosas, mientras en los templos resonaba el rumor de los cultos que conjuraban a la divinidad. Así, intentó distinguir detalles en un espacio cada vez más lejano, y entonces su mirada se detuvo. Si hasta aquel momento había quedado hechizado, ahora su fantasía se desbordó en una sorprendente visión del pasado. El investigador comprendió al punto cuál era su tarea, pues enfrente se dibujaba en forma de senda estrecha, a la pálida luz, el camino que probablemente encerraba el secreto más emocionante de Chichen Itzá: el camino de la fuente sagrada.

En los descubrimientos de México y Yucatán faltaba hasta entonces una personalidad del tipo de Schliemann, en Troya, de Layard, en Nínive, o de Petrie, en Egipto, así como también —con excepción del primer viaje hecho por John Ll. Stephens— la unión emocionante de la investigación con la casualidad. El éxito científico con la aventura de los buscados tesoros, ese matiz legendario que tienen las excavaciones cuando el pico tropieza en la tierra con el precioso metal dorado.  Pero Edward Herbert Thompson fue el Schliemann de Yucatán, ya que al penetrar en Chichen Itzá iba guiado por las palabras de un libro que ningún investigador había tomado en serio hasta entonces. Y los descubrimientos le daban la razón, como a Schliemann, que también había puesto su fe investigadora en las palabras de un libro. Y exactamente igual que Layard, que antaño partiera con sesenta libras y un acompañante, cuando hizo su primer descubrimiento, Thompson también penetraba pobre en la jungla. Y al tropezar con dificultades que hubieran hecho retroceder a cualquiera, él demostró la misma tenacidad que Petrie. Cuando el público discutía los primeros descubrimientos de Stephens se discutió también la tesis de que los mayas eran los sucesores del fabuloso pueblo de la Atlántida.
 

Pues bien, el primer trabajo de Thompson, futuro arqueólogo, en 1879, consistió en un estudio publicado en una revista popular en el cual defendía tesis tan audaz. Pero el problema específico del origen del pueblo maya quedaba relegado a segundo término cuando a los veinticinco años de edad, siendo cónsul de los Estados Unidos, como otros famosos  arqueólogos, en el año 1885 partió hacia el Yucatán y pudo cuidar más de los propios monumentos que de las teorías. En vez de una tesis audaz, le guiaba al Yucatán una fe ciega, idéntica a la que condujo a Schliemann a las ruinas de Troya. Aquí se trataba de confirmar las palabras de Diego de Landa, en cuyo libro halló Thompson por primera vez el relato de la fuente sagrada, el  cenote de Chichen Itzá. Landa, basándose en antiguos relatos, pretendía que en tiempos de sequía se organizaban solemnes procesiones en las que los sacerdotes y el pueblo se dirigían por un amplio camino hacia la fuente sagrada, para allí aplacar la ira del dios de la lluvia por medio de horribles sacrificios humanos, arrojando a la fuente doncellas y muchachos elegidos tras solemne ceremonia. De la misteriosa profundidad de aquellas aguas insondables las víctimas no habían reaparecido jamás.

El «camino de la joven a la fuente», motivo de tantas canciones populares, a pesar de su profundidad simbólica, aparece casi siempre como afirmación alegre de la vida. En cambio, el de las doncellas mayas al sagrado  cenote  era camino de muerte y lo emprendían ricamente adornadas y lanzando un horripilante grito, apagado cuando su cuerpo chocaba con aquellas aguas estancadas.  Y ¿qué más contaba Diego de Landa? Añadía que era costumbre arrojar, después de las víctimas, ricas ofrendas consistentes en instrumentos diversos, joyas y oro. Thompson había leído también que «si ese país había tenido oro, una gran parte se hallaría sin duda en aquella misteriosa fuente».  Thompson siguió literalmente aquello que a todos había parecido simple retórica de un antiguo relato; lo creía así y estaba decidido, además, a demostrarlo.  Cuando aquella noche de luna llena contemplaba desde la pirámide el camino que conducía a la fuente, su ilusión emocionada no le permitía sospechar cuántas fatigas le aguardaban.  Dos años después se vería por segunda vez ante la fuente, ya convertido en experto explorador de la jungla. Thompson había atravesado el Yucatán de norte a sur y su mirada se había agudizado notablemente y adquirido la facultad de sondear los secretos. Entonces se le podía comparar realmente con Schliemann. A su alrededor yacían unos espléndidos edificios que esperaban ser explorados, tarea maravillosa para todo arqueólogo. Pero él, en cambio, se dirigió a la fuente, hacia aquel pozo oscuro lleno de fango, piedras y barro secular. Aunque el relato de Diego de Landa se basase en hechos auténticos, ¿existía la menor esperanza de que se pudieran hallar en aquel pozo de agua estancada las joyas que los sacerdotes arrojaron antaño con las víctimas?
 

¿Qué posibilidad había de hallar algo en aquella fuente? La respuesta para Thompson era sumamente aventurada. Se limitaba a pensar: «Buscaremos donde sea preciso».  Cuando regresó para asistir a un Congreso científico en los Estados Unidos, pidió dinero a préstamo, y lo halló, aunque todos aquellos a quienes hablaba de sus proyectos le creían loco.  Todo el mundo decía: «No es posible bajar a las profundidades inexploradas de aquel enorme pozo de cieno con la esperanza de salir con vida. Si quieres suicidarte, ¿por qué no lo haces de otra manera menos desagradable?»  Pero Thompson había calculado el pro y el contra y estaba decidido. «La siguiente tarea que tuve que emprender fue ir a Boston y tomar lecciones de buzo.  Mi maestro fue el capitán Ephraim Nickerson, de Long Wharf, que llevaba veinte años retirado. Bajo su experta y paciente dirección, poco a poco me convertí en un buzo bastante aceptable, aunque no perfecto como algún tiempo después pude comprobar. Luego me proporcioné una draga de cuerdas con juego de poleas y una palanca de treinta pies. Dejé todo este material empaquetado y dispuesto para ser remitido cuando yo enviase una carta o un telegrama pidiéndolo». Hecho aquello, se trasladó de nuevo a Chichen Itzá y fue inmediatamente a la fuente. Los bordes de aquel enorme pozo tenían una separación de unos setenta metros. Por  medio de una sonda comprobó que el nivel del fango se hallaba aproximadamente a una profundidad de veinticinco metros. Preparó unas figuras de madera de forma humana y las arrojó como su fantasía le sugirió que antaño habrían sido arrojadas las doncellas sacrificadas a la terrible divinidad. El objetivo perseguido con tal ejercicio era una primera orientación en el reino de la fuente. Cuando lo hubo hecho, bajó por vez primera la draga.
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