En mayo de 1954 un arqueólogo llamado Kamal el-Mallakh descubrió un pozo rectangular en el lado meridional de la Gran Pirámide: 31,4 metros de longitud y 5,3 metros de profundidad. A 1,8 metros de profundidad había un techo formado por enormes bloques de piedra caliza, algunos de los cuales pesaban 15 toneladas. Debajo de este techo yacía una embarcación desmantelada construida con madera de cedro. Se procedió a reconstruirla -se necesitaron catorce años- y el resultado fue una embarcación de 43,6 metros de eslora, grande como las que llevaron a los vikingos a la otra orilla del Atlántico. John West dice de ella que era «una embarcación mucho más marinera que cualquiera de las que Colón hubiese podido utilizar». Thor Heyerdahl discrepa y, refiriéndose a esta misma embarcación en Las expediciones Ra, dice que «el casco aerodinámico se hubiera venido abajo en su primer encuentro con las olas del océano». Dice también que se construyó para «pompa y ceremonia» y para que el faraón la utilizase en la otra vida. Sin embargo, también reconoce que «la había construido de acuerdo con unas pautas arquitectónicas que las principales naciones marineras del mundo nunca superaron. Había construido su frágil embarcación fluvial de acuerdo con una pauta creada por los constructores de barcos de un pueblo que poseía una larga y sólida tradición de navegar en mar abierto».
Ahora bien, Heyerdahl precisamente debería reconocer el proyecto de una embarcación marinera al verlo. De hecho, sostiene que estos primitivos egipcios pudieron haber cruzado el Atlántico a bordo de un barco construido con cañas de papiro. Pero difícilmente puede decirse de él que lo demostrara, ya que su barco de papiro estaba virtualmente sumergido cuando llegó a Barbados. Obviamente, esto plantea una pregunta fundamental. Si el barco de Khufu se construyó «de acuerdo con una pauta creada por los constructores de barcos de un pueblo que poseía una larga y sólida tradición de navegar en mar abierto», ¿quiénes eran estos constructores de barcos? En Egipto hubo muy poca madera hasta que empezaron a importarse grandes cantidades en las postrimerías de la III dinastía: Snefru, el padre de Khufu, construyó una flota de 60 barcos. Pero no puede decirse que los egipcios de las primeras dinastías fueran un pueblo con una larga tradición de navegar en mar abierto. Después de todo, habían sido nómadas hacía sólo unos cuantos siglos, según la historia ortodoxa.
Cuando Graham Hancock estuvo en Abydos se acordó de otra faceta de este misterio al ver todo un cementerio de embarcaciones enterradas en un lugar del desierto situado a unos 12 kilómetros del Nilo. No había menos de una docena de barcos, algunos de ellos de cerca de 22 metros de eslora. Esto representa sólo más o menos la mitad de la eslora del barco de Khufu, aunque hay que tener en cuenta que datan de cinco siglos antes. Hancock cita un artículo del Guardian (21 de diciembre de 1991) que afirma que tienen 5000 años de antigüedad. También en este caso se trata de barcos marineros y no de barcos destinados a navegar por el Nilo. Suponiendo que sea verdad que estos barcos -y otro que se encontró en un segundo pozo cerca de la Gran Pirámide- fueran objetos puramente rituales y destinados a que los usara el faraón muerto, ¿de dónde sacaron los antiguos egipcios el proyecto de los mismos?
Según Schwaller de Lubicz -y West-, la respuesta es la siguiente: de lossupervivientes de la Atlántida que llegaron en barcos. Pero ¿hay alguna prueba del uso de barcos marineros antes de la época de los faraones? Da la casualidad de que la hay. En 1966, un profesor norteamericano de historia de la ciencia llamado Charles H. Hapgood causó una gran polémica con un libro titulado Maps of the Ancient Sea Kings. La razón resulta clara al ver el título del último capítulo: «Una civilización que desapareció», que empieza así: Los datos que presentan los mapas antiguos parecen sugerir la existencia en tiempos remotos, antes del nacimiento de las culturas conocidas, de una verdadera civilización, una civilización de tipo avanzado, que o bien se hallaba localizada en una región pero tenía comercio con el mundo entero, o era una cultura mundial en el sentido real de la palabra. Esta cultura, al menos en algunos aspectos, estaba más avanzada que las civilizaciones de Grecia y Roma. En geodesia, ciencia náutica y cartografía estaba más avanzada que cualquier cultura conocida antes del siglo XVIII de la era cristiana. Hasta el siglo XVIII no creamos un medio práctico de encontrar la longitud. Fue en el siglo XVIII cuando por primera vez medimos con exactitud la circunferencia de la Tierra. Hasta el siglo XIX no empezamos a enviar barcos a explorar los mares árticos o antárticos y sólo entonces comenzamos a explorar el fondo del Atlántico. Los mapas indican que algunos pueblos antiguos hicieron todas estas cosas.
Fue una desgracia para Hapgood que durante el año siguiente, 1967, estos mismos mapas antiguos figurasen de forma prominente en un libro titulado Recuerdos del futuro, de Erich von Däniken, cuya intención era demostrar que probaban que en épocas remotas seres procedentes del espacio exterior habían visitado la Tierra. Däniken preguntaba cómo, en caso contrario, pudo el hombre antiguo examinar tan minuciosamente la costa de América del Sur y los polos Norte y Sur, sin haberlos visto nunca desde el aire. Las numerosas inexactitudes de Von Däniken y el carácter sensacionalista de sus teorías causaron una reacción violenta entre los estudiosos serios, que decidieron que todo el asunto era un cúmulo de absurdos. Y al denunciarse las inexactitudes de Von Däniken (por ejemplo, multiplicar el peso de la Gran Pirámide por cinco), empezó a circular la idea de que toda la cuestión de los «mapas de los antiguos reyes del mar» era un mito desacreditado. Esto era totalmente falso. Al cabo de más de un cuarto de siglo de su publicación, los datos que da el libro de Hapgood siguen siendo tan sólidos como siempre.
En septiembre de 1956, Hapgood se hallaba profundamente enfrascado en el estudio de otro misterio, el de las grandes glaciaciones, cuando oyó hablar de un enigma intrigante que parecía tener alguna relación con sus investigaciones. El 26 de agosto de 1956 se había celebrado un debate radiofónico en torno a un mapa antiguo llamado «el mapa de Piri Re’is», que había pertenecido a un pirata turco al que habían decapitado en 1554. Un grupo de respetables académicos y científicos habían dado su aprobación a la idea de que el citado mapa parecía mostrar el Polo Sur tal como era antes de que lo cubriese el hielo. La polémica había surgido porque aquel mismo año un oficial de la marina turca había regalado a la oficina hidrográfica de la marina norteamericana una copia del mapa de Piri Re’is, cuyo original había aparecido en el palacio de Topkapi de Estambul en 1929. Estaba pintado en un pergamino y fechado en 1513, y mostraba el océano Atlántico, con una pequeña parte de la costa de África a la derecha y toda la costa de América del Sur a la izquierda. Y al pie del mapa, había algo que parecía la Antártida.
El experto en cartografía de la oficina hidrográfica, W. I. Walters, se hizo cargo del mapa y se lo mostró a un amigo suyo, el capitán Arlington H. Mallery, que se dedicaba al estudio de antiguos mapas vikingos. Después de estudiarlo en su domicilio, Mallery hizo la sorprendente afirmación de que creía que el mapa mostraba la costa de la Antártida tal como era antes de que la cubriese una gruesa capa de hielo. Parecía mostrar ciertas bahías de la tierra de la Reina Maud, tal como eran antes de que se helaran. En 1949 una expedición organizada por Noruega, Suecia y Gran Bretaña había efectuado sondeos con equipo sonar a través del hielo -que en algunos puntos tenía un espesor de casi dos kilómetros- y descubierto aquellas bahías desaparecidas hacía tanto tiempo. Ya era asombroso que un mapa del siglo XVI mostrara la Antártida, que no había sido descubierta hasta 1818. Pero que mostrara la Antártida tal como era en tiempos prehistóricos parecía absurdo. Así lo habían afirmado algunos estudiosos indignados y por eso el grupo de expertos se había reunido en la universidad de Georgetown, en Washington, D. C., para defender a Mallery. Todo esto interesó vivamente a Hapgood, porque llevaba tiempo arguyendo que los casquetes de hielo polares se habían formado con bastante rapidez -a lo largo de miles de años en vez de millones- y hacían que la tierra temblase y los continentes se desplazaran. También había sugerido que grandes masas de hielo desprendido causaban grandes catástrofes y que la última de éstas había ocurrido alrededor de mil quinientos años antes, cuando la Antártida estaba 4.000 kilómetros y pico más cerca del ecuador.
Hapgood se puso en comunicación con el capitán Mallery, que le pareció un hombre sincero y honrado. Se enteró por él de que la Biblioteca del Congreso ya poseía facsímiles del mapa de Piri Re’is antes de que el oficial turco regalara una copia a la oficina hidrográfica, y que tenía muchos más mapas del mismo tipo. Eran los llamados «portulanos» -que significa «de puerto a puerto»- y los utilizaban los navegantes de la Edad Media. Y Hapgood se sorprendió al enterarse de que los estudiosos conocían estos mapas desde hacía siglos pero que nunca nadie les había prestado mucha atención. Decidió entonces hacer que sus alumnos del Keene State College, en Nueva Hampshire, llevaran a cabo un estudio completo de los mapas. ¿Por qué nadie les había prestado mucha atención? En primer lugar, porque los habían trazado navegantes medievales y se suponía que estarían llenos de errores e inexactitudes. ¿Para qué iba alguien a tomarse la molestia de compararlos con mapas más modernos? Pero como mínimo un estudioso -E. E. Nordenskiold, que recopiló un atlas de portulanos en 1889- estaba convencido de que se basaban en cartas que databan de mucho antes de la Edad Media. Eran demasiado exactos para ser obra de marineros medievales. Asimismo, las cartas que databan del siglo XVI no mostraban ningún avance respecto de las del siglo XIV, lo cual inducía a pensar que unas y otras se basaban en mapas más antiguos.
Asimismo, Nordenskiold también señaló que los portulanos eran más exactos que los mapas del gran geógrafo y astrónomo Ptolomeo, que trabajó en Alejandría alrededor de 150 d. de C. ¿Era posible que un marinero corriente pudiese superar a Ptolomeo, a menos que dispusiera de mapas antiguos para guiarse? Los estudiantes de Hapgood decidieron que la forma más sencilla de abordar el problema era ponerse en el lugar de los cartógrafos originales (o, en algunos casos, el cartógrafo, porque a menudo parecía que muchos mapas posteriores estuviesen basados en la misma carta original). Como sabe todo el mundo, el primer problema que surge al crear un mapa estriba en que el mundo es un globo y un papel plano forzosamente tergiversará sus proporciones. En 1569, Gerhard Mercator resolvió el problema «proyectando» el globo sobre una superficie plana y dividiéndolo en latitud y longitud. Es el método que todavía utilizamos. Pero esto se debe a que conocemos todo el globo. ¿Cómo acometería la tarea un cartógrafo antiguo que tal vez sólo conocía su propio país?
Los estudiantes decidieron que la forma sensata sería elegir algún centro para el mapa, trazar un círculo a su alrededor, luego subdividir este círculo en varios segmentos, como un pastel: dieciséis parecían tener sentido. Luego, si tenían que extenderse más allá del círculo, probablemente pegarían cuadrados al borde de cada «trozo». Piri Re’is había reconocido que su mapa era una combinación de veinte mapas en uno solo y que a menudo había permitido que se solaparan… o no se solaparan. Así, mostraba el río Amazonas dos veces, pero había omitido más de 1.400 kilómetros de la costa de América del Sur. Hapgood y sus alumnos tenían que utilizar la razón -por así decirlo- para volver a los veinte mapas originales. La primera pregunta era: ¿dónde estaba el «centro» original? Después de estudiar mucho el asunto, sacaron la conclusión de que estaba fuera del mapa, pero que probablemente se encontraba en Egipto. Alejandría parecía el lugar más indicado. Hapgood pidió a un amigo suyo que era matemático que tratase de encontrar la respuesta empleando la trigonometría (por suerte, nadie le había dicho que los expertos opinaban que las cartas no se basaban en la trigonometría). Encontrar la solución necesitó tres años.
Cuando finalmente resultó obvio que el lugar que andaban buscando tenía que estar situado en el Trópico de Cáncer, se dieron cuenta de que sólo una ciudad antigua parecía satisfacer los requisitos: Siena, que ahora se llama Asuán y es el emplazamiento de la moderna presa. Siena, en el Alto Egipto, tiene una distinción interesante: fue el lugar desde donde el erudito griego Eratóstenes, jefe de la Biblioteca de Alejandría, había calculado el tamaño de la Tierra hacia el 200 a. de C. Eratóstenes oyó decir por casualidad que el 21 de junio de todos los años, el sol se reflejaba en el fondo de cierto pozo profundo que había en Siena: es decir, estaba directamente sobre él, de tal modo que las torres no proyectaban ninguna sombra. Pero en Alejandría sí la proyectaban. Lo único que tenía que hacer era medir la longitud de una sombra en Alejandría el mediodía del 21 de junio y calcular a partir de ello el ángulo que formaban los rayos de sol al caer sobre la torre. Resultó que era de siete grados y medio. Y dado que la Tierra es un globo, la distancia de Siena a Alejandría debía de ser siete grados y medio de la circunferencia de la Tierra. Como sabía que la distancia de Siena a Alejandría era de 5000 estadios (800 kilómetros y pico), el resto era fácil: siete grados y medio cabe cuarenta y ocho veces en 360, de modo que la circunferencia de la Tierra tenía que ser 500 veces 848: 38.616 kilómetros. En realidad se acerca más a 40.225 kilómetros, pero Eratóstenes se aproximó de forma asombrosa.
Ahora bien, Eratóstenes había cometido un pequeño error consistente en aumentar la circunferencia de la Tierra en cuatro grados y medio. Hapgood descubrió que si tenía en cuenta este error, el mapa de Piri Re’is resultaba todavía más exacto. Era, pues, virtualmente seguro que el mapa se basaba en antiguos modelos griegos inspirados en Eratóstenes. Pero Hapgood pensó que es poco probable que cuando hicieron sus mapas los geógrafos de Alejandría salieran en barco para ver los lugares que aparecían en ellos. Era casi seguro que utilizaban mapas más antiguos… y entonces introducían el error. Así pues, los mapas más antiguos debían de ser aún más exactos que los de Alejandría. A un tutor de uno de los últimos Ptolomeos, Agatárquides de Gnido, le dijeron que la longitud de la base de la gran pirámide era una octava parte de un minuto de un grado. Y a partir de esto es posible calcular que los constructores de las pirámides sabían que la cir- cunferencia de la Tierra era de poco menos de 40.225 kilómetros, cifra que es aún más exacta que el cálculo que hizo Eratóstenes. En vista de ello, no nos queda ninguna duda de que los antiguos egipcios no sólo sabían que la Tierra era un globo, sino que conocían también su tamaño con un margen de error de unos cuantos kilómetros.
Evidentemente, diríase que esto indica una de dos cosas: o bien los egipcios poseían una marina capaz de circunnavegar el globo, tenían acceso a información de alguien que sí poseía tal marina, o de-los astronautas o dioses procedentes de las estrellas. Pero ya hemos visto que uno de los primeros faraones en poseer una marina fue Snefru, padre de Keops, y apenas habría tiempo para que sus barcos dieran la vuelta al mundo y trazaran mapas detallados antes de que se construyese la pirámide (con sus pozos para embarcaciones). Margaret Murray señala que algunos miembros de la población del Egipto predinástico -los gerzeenses (hacia 3500 a. de C.) pintaban barcos al decorar su cerámica; pero en estos barcos hay remeros y parece poco probable que los gerzeenses (posiblemente cretenses) dieran la vuelta al mundo remando. Así que nos queda la posibilidad de que hubiera navegantes que cruzaran los océanos mucho antes del Egipto dinástico.
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