noviembre 01, 2012

LAS EXPEDICIONES RA....


En   mayo   de   1954   un   arqueólogo   llamado   Kamal   el-Mallakh   descubrió un  pozo  rectangular  en  el  lado  meridional  de  la   Gran  Pirámide:  31,4  metros de longitud y 5,3 metros de profundidad. A 1,8 metros de profundidad había un   techo   formado   por   enormes   bloques   de   piedra   caliza,   algunos   de   los cuales pesaban 15 toneladas. Debajo de este techo yacía una embarcación desmantelada   construida   con   madera   de   cedro.   Se   procedió   a   reconstruirla -se   necesitaron   catorce   años-   y   el   resultado   fue   una   embarcación   de   43,6 metros de eslora, grande como las que llevaron a los vikingos a la otra orilla del Atlántico. John West dice de ella que era «una embarcación mucho más marinera   que   cualquiera   de   las   que   Colón   hubiese   podido   utilizar».   Thor Heyerdahl   discrepa   y,   refiriéndose   a   esta   misma   embarcación   en   Las  expediciones   Ra,   dice   que   «el   casco aerodinámico   se   hubiera   venido   abajo   en   su   primer   encuentro   con   las   olas del   océano».   Dice   también   que   se   construyó   para   «pompa   y   ceremonia»   y para que el faraón la utilizase en la otra vida. Sin embargo, también reconoce que «la había construido de acuerdo con unas pautas arquitectónicas que las principales   naciones   marineras   del   mundo   nunca   superaron.   Había  construido su frágil embarcación fluvial de acuerdo con una pauta creada por  los   constructores   de   barcos   de   un   pueblo   que   poseía   una   larga   y   sólida  tradición de navegar en mar abierto».  
Ahora   bien,   Heyerdahl   precisamente   debería   reconocer   el   proyecto   de una  embarcación  marinera  al  verlo.  De  hecho,  sostiene  que  estos  primitivos egipcios pudieron haber cruzado el Atlántico a bordo de un barco construido con   cañas   de   papiro.   Pero   difícilmente   puede   decirse   de   él   que   lo demostrara,   ya   que   su   barco   de   papiro   estaba   virtualmente   sumergido cuando llegó a Barbados. Obviamente, esto plantea una pregunta fundamental. Si el barco de Khufu se construyó «de acuerdo con una pauta creada por los constructores de   barcos   de   un   pueblo   que   poseía   una   larga   y   sólida   tradición   de   navegar en   mar   abierto»,   ¿quiénes   eran   estos   constructores   de   barcos?   En   Egipto hubo   muy   poca   madera   hasta   que   empezaron   a   importarse   grandes cantidades   en   las   postrimerías   de   la   III   dinastía:   Snefru,   el   padre   de   Khufu, construyó   una   flota   de   60   barcos.   Pero   no   puede   decirse   que   los   egipcios de   las   primeras   dinastías   fueran   un   pueblo   con   una   larga   tradición   de navegar   en   mar   abierto.   Después   de   todo,   habían   sido   nómadas   hacía   sólo unos cuantos siglos, según la historia ortodoxa.
Cuando   Graham   Hancock   estuvo   en   Abydos   se   acordó   de   otra   faceta de  este  misterio   al  ver  todo   un  cementerio   de   embarcaciones  enterradas   en un lugar del desierto situado a unos 12 kilómetros  del  Nilo. No había menos  de una docena de barcos, algunos de ellos de cerca de 22 metros de eslora. Esto representa sólo más o menos la mitad de la eslora del barco de Khufu,  aunque   hay   que   tener   en   cuenta   que   datan   de   cinco   siglos   antes.   Hancock cita un artículo del  Guardian  (21 de diciembre de 1991) que afirma que tienen 5000   años   de   antigüedad.   También   en   este   caso   se   trata   de   barcos marineros y no de barcos destinados a navegar por el Nilo. Suponiendo   que   sea   verdad   que   estos   barcos   -y   otro   que   se   encontró en   un   segundo   pozo   cerca   de   la   Gran   Pirámide-   fueran   objetos   puramente rituales   y   destinados   a   que   los   usara   el   faraón   muerto,   ¿de   dónde   sacaron los antiguos egipcios el proyecto de los mismos?
Según   Schwaller   de   Lubicz   -y   West-,   la   respuesta   es   la   siguiente:   de lossupervivientes   de   la   Atlántida   que   llegaron   en   barcos.   Pero   ¿hay   alguna prueba del uso de barcos marineros antes de la época de los faraones? Da la casualidad de que la hay. En   1966,   un   profesor   norteamericano   de   historia   de   la   ciencia   llamado Charles  H.  Hapgood  causó   una   gran   polémica   con   un  libro   titulado   Maps   of  the   Ancient   Sea   Kings.   La   razón   resulta   clara   al   ver   el   título   del   último capítulo: «Una civilización que desapareció», que empieza así: Los   datos   que   presentan   los   mapas   antiguos   parecen   sugerir   la existencia   en   tiempos   remotos,   antes   del   nacimiento   de   las   culturas conocidas,   de   una   verdadera   civilización,   una   civilización   de   tipo avanzado,   que   o   bien   se   hallaba   localizada   en   una   región   pero   tenía comercio con el mundo entero, o era una cultura mundial en el sentido real  de  la  palabra.   Esta  cultura,   al   menos  en  algunos  aspectos,   estaba más   avanzada   que   las   civilizaciones   de   Grecia   y   Roma.   En   geodesia, ciencia náutica y cartografía estaba más avanzada que cualquier cultura conocida antes del siglo XVIII de la era cristiana. Hasta el siglo XVIII no creamos   un   medio   práctico   de   encontrar   la   longitud.   Fue   en   el   siglo XVIII   cuando   por   primera   vez   medimos   con   exactitud   la   circunferencia de   la   Tierra.   Hasta   el   siglo   XIX   no   empezamos   a   enviar   barcos   a explorar   los   mares   árticos   o   antárticos   y   sólo   entonces   comenzamos   a explorar el fondo del Atlántico. Los mapas indican que algunos pueblos antiguos hicieron todas estas cosas.
Fue   una   desgracia   para   Hapgood   que   durante   el   año   siguiente,   1967, estos   mismos   mapas   antiguos   figurasen   de   forma   prominente   en   un   libro titulado Recuerdos del futuro, de Erich von Däniken, cuya intención era demostrar que probaban que en épocas remotas seres   procedentes   del   espacio   exterior   habían   visitado   la   Tierra.   Däniken preguntaba   cómo,   en   caso   contrario,   pudo   el   hombre   antiguo   examinar   tan minuciosamente   la   costa   de   América   del   Sur   y   los   polos   Norte   y   Sur,   sin haberlos   visto   nunca   desde   el   aire.   Las   numerosas   inexactitudes   de   Von Däniken   y   el   carácter   sensacionalista   de   sus   teorías   causaron   una   reacción violenta entre los estudiosos serios, que decidieron que todo el asunto era un cúmulo de absurdos. Y al denunciarse las inexactitudes de Von Däniken (por ejemplo, multiplicar el peso de la Gran Pirámide por cinco), empezó a circular la idea de que toda la cuestión de los «mapas de los antiguos reyes del mar» era un mito desacreditado. Esto era   totalmente   falso.   Al   cabo   de   más   de   un   cuarto   de   siglo   de   su publicación,  los   datos   que   da   el   libro   de   Hapgood  siguen   siendo   tan   sólidos como siempre.
En septiembre de 1956, Hapgood se hallaba profundamente enfrascado en   el   estudio   de   otro   misterio,   el   de   las   grandes   glaciaciones,   cuando   oyó hablar   de   un   enigma   intrigante   que   parecía   tener   alguna   relación   con   sus investigaciones.   El   26   de   agosto   de   1956   se   había   celebrado   un   debate radiofónico en torno a un mapa antiguo llamado «el mapa de Piri Re’is», que había   pertenecido   a   un   pirata   turco   al   que   habían   decapitado   en   1554.   Un grupo de respetables académicos y científicos habían dado su aprobación a la idea de que el citado mapa parecía mostrar el Polo Sur tal como era antes de que lo cubriese el hielo. La   polémica   había   surgido   porque   aquel   mismo   año   un   oficial   de   la marina   turca   había   regalado   a   la   oficina   hidrográfica   de   la   marina norteamericana   una   copia   del   mapa   de   Piri   Re’is,   cuyo   original   había aparecido en el palacio de Topkapi de Estambul en 1929. Estaba pintado en un   pergamino   y   fechado   en   1513,   y   mostraba   el   océano   Atlántico,   con   una pequeña parte de la costa de África a la derecha y toda la costa de América  del Sur a la izquierda. Y al pie del mapa, había algo que parecía la Antártida.
El experto en cartografía de la oficina hidrográfica, W. I. Walters, se hizo cargo   del   mapa   y   se   lo   mostró   a   un   amigo   suyo,   el   capitán   Arlington   H. Mallery, que se dedicaba al estudio de antiguos mapas vikingos. Después de estudiarlo en su domicilio, Mallery hizo la sorprendente afirmación de que creía   que   el   mapa   mostraba   la   costa   de   la   Antártida   tal   como   era   antes   de que la cubriese una gruesa capa de hielo. Parecía mostrar ciertas bahías de la   tierra  de   la   Reina   Maud,  tal   como  eran   antes   de   que   se   helaran.   En   1949 una   expedición   organizada   por   Noruega,   Suecia   y   Gran   Bretaña   había efectuado   sondeos   con   equipo   sonar   a   través   del   hielo   -que   en   algunos puntos   tenía   un   espesor   de   casi   dos   kilómetros-   y   descubierto   aquellas bahías desaparecidas hacía tanto tiempo. Ya era asombroso que un mapa del siglo XVI mostrara la Antártida, que no   había   sido   descubierta   hasta   1818.   Pero   que   mostrara   la   Antártida   tal como   era   en   tiempos   prehistóricos   parecía   absurdo.   Así   lo   habían   afirmado algunos   estudiosos   indignados   y   por   eso   el   grupo   de   expertos   se   había reunido   en   la   universidad   de   Georgetown,   en   Washington,   D.   C.,   para defender a Mallery. Todo esto interesó vivamente a Hapgood, porque llevaba tiempo arguyendo que los casquetes de hielo polares se habían formado con bastante   rapidez   -a   lo   largo   de   miles   de   años   en   vez   de   millones-   y   hacían que   la   tierra   temblase   y   los   continentes   se   desplazaran.   También   había sugerido   que   grandes   masas   de   hielo   desprendido   causaban   grandes catástrofes   y   que   la   última   de   éstas   había   ocurrido   alrededor   de   mil quinientos   años   antes,   cuando   la   Antártida   estaba   4.000   kilómetros   y   pico más cerca del ecuador.
Hapgood   se   puso   en   comunicación   con   el   capitán   Mallery,   que   le pareció   un  hombre   sincero   y   honrado.   Se   enteró   por   él   de   que   la  Biblioteca del   Congreso   ya   poseía   facsímiles   del   mapa   de   Piri   Re’is   antes   de   que   el oficial  turco  regalara una  copia a  la  oficina hidrográfica, y  que  tenía  muchos más   mapas   del   mismo   tipo.   Eran   los   llamados   «portulanos»   -que   significa «de   puerto   a   puerto»-   y   los   utilizaban   los   navegantes   de   la   Edad   Media.   Y Hapgood   se   sorprendió   al   enterarse   de   que   los   estudiosos   conocían   estos mapas   desde   hacía   siglos   pero   que   nunca   nadie   les   había   prestado   mucha atención. Decidió entonces hacer que sus alumnos del Keene State College, en Nueva Hampshire, llevaran a cabo un estudio completo de los mapas. ¿Por   qué   nadie   les   había   prestado   mucha   atención?   En   primer   lugar, porque los habían trazado navegantes medievales y se suponía que estarían llenos   de   errores   e   inexactitudes.   ¿Para   qué   iba   alguien   a   tomarse   la molestia de compararlos con mapas más modernos? Pero   como   mínimo   un   estudioso   -E.   E.   Nordenskiold,   que   recopiló   un atlas   de   portulanos   en   1889-   estaba   convencido   de   que   se   basaban   en cartas que databan de mucho antes de la Edad Media. Eran demasiado exactos   para   ser   obra   de   marineros   medievales.   Asimismo,   las   cartas   que databan del siglo XVI no mostraban ningún avance respecto de las del siglo XIV,   lo   cual   inducía   a   pensar   que   unas   y   otras   se   basaban   en   mapas   más antiguos.  
Asimismo,   Nordenskiold   también   señaló   que   los   portulanos   eran más   exactos   que   los   mapas   del   gran   geógrafo   y   astrónomo   Ptolomeo,   que trabajó en Alejandría alrededor de 150 d. de C. ¿Era posible que un marinero corriente   pudiese   superar   a   Ptolomeo,   a   menos   que   dispusiera   de   mapas antiguos para guiarse? Los   estudiantes   de   Hapgood   decidieron   que   la   forma   más   sencilla   de abordar el problema era ponerse en el lugar de los cartógrafos originales (o, en   algunos   casos,   el   cartógrafo,   porque   a   menudo   parecía   que   muchos mapas   posteriores   estuviesen   basados   en   la   misma   carta   original).   Como sabe todo el mundo, el  primer problema que surge al  crear un mapa estriba en que el mundo es un globo y un papel plano forzosamente tergiversará sus proporciones.   En   1569,   Gerhard   Mercator   resolvió   el   problema «proyectando» el globo sobre una superficie plana y dividiéndolo en latitud y longitud.   Es   el   método   que   todavía   utilizamos.   Pero   esto   se   debe   a   que conocemos  todo  el   globo.  ¿Cómo   acometería  la   tarea  un  cartógrafo   antiguo que tal vez sólo conocía su propio país?
Los   estudiantes   decidieron   que   la   forma   sensata   sería   elegir   algún centro   para   el   mapa,   trazar   un   círculo   a   su   alrededor,   luego   subdividir   este círculo   en   varios   segmentos,   como   un   pastel:   dieciséis   parecían   tener sentido. Luego, si tenían que extenderse más allá del círculo, probablemente pegarían cuadrados al borde de cada «trozo». Piri Re’is había reconocido que su mapa era una combinación de veinte mapas en uno solo y que a menudo había permitido que se solaparan… o no se  solaparan.  Así, mostraba el río Amazonas  dos veces, pero había  omitido más   de   1.400   kilómetros   de   la   costa   de   América   del   Sur.   Hapgood   y   sus alumnos tenían que utilizar la razón -por así decirlo- para volver a los veinte mapas originales. La primera pregunta era: ¿dónde estaba el «centro» original? Después de estudiar  mucho el  asunto, sacaron la  conclusión  de  que  estaba fuera  del mapa,  pero que probablemente se encontraba en Egipto.  Alejandría parecía el   lugar   más   indicado.   Hapgood   pidió   a   un   amigo   suyo   que   era   matemático que   tratase   de   encontrar   la   respuesta   empleando   la   trigonometría   (por suerte, nadie le había dicho que los expertos opinaban que las cartas no se basaban   en   la   trigonometría).   Encontrar   la   solución   necesitó   tres   años.
Cuando finalmente resultó obvio que el lugar que andaban buscando tenía que estar situado en el Trópico de Cáncer, se dieron cuenta de que sólo una ciudad   antigua   parecía   satisfacer   los   requisitos:   Siena,   que   ahora   se   llama Asuán y es el emplazamiento de la moderna presa.  Siena,   en   el   Alto   Egipto,   tiene   una   distinción   interesante:   fue   el   lugar  desde   donde   el   erudito   griego   Eratóstenes,   jefe   de   la   Biblioteca   de Alejandría, había calculado el tamaño de la Tierra hacia el 200 a. de C. Eratóstenes   oyó   decir   por   casualidad   que   el   21   de   junio   de   todos   los años,   el   sol   se   reflejaba   en   el   fondo   de   cierto   pozo   profundo   que   había   en  Siena: es decir, estaba directamente sobre él, de tal modo que las torres no proyectaban ninguna sombra. Pero en Alejandría sí la proyectaban. Lo único que   tenía   que   hacer   era   medir   la   longitud   de   una   sombra   en   Alejandría   el mediodía del 21 de junio y calcular a partir de ello el ángulo que formaban los rayos de sol al caer sobre la torre. Resultó que era de siete grados y medio.  Y dado que la Tierra es un globo, la distancia de Siena a Alejandría debía de ser siete grados y medio de la circunferencia de la Tierra. Como sabía que la distancia de Siena a Alejandría era de 5000 estadios (800 kilómetros y pico), el   resto   era  fácil:   siete   grados   y  medio   cabe   cuarenta   y  ocho   veces  en   360, de   modo   que   la   circunferencia   de   la   Tierra   tenía   que   ser   500   veces   848: 38.616  kilómetros.  En  realidad  se   acerca  más   a  40.225 kilómetros, pero Eratóstenes se aproximó de forma asombrosa.
Ahora   bien,   Eratóstenes   había   cometido   un   pequeño   error   consistente en   aumentar   la   circunferencia   de   la   Tierra   en   cuatro   grados   y   medio. Hapgood   descubrió   que   si   tenía   en   cuenta   este   error,   el   mapa   de   Piri   Re’is resultaba todavía más exacto. Era, pues, virtualmente seguro que el mapa se basaba en antiguos modelos griegos inspirados en Eratóstenes.        Pero Hapgood pensó que es poco probable que cuando hicieron sus mapas   los   geógrafos   de   Alejandría   salieran   en   barco   para   ver   los   lugares   que aparecían   en   ellos.   Era   casi   seguro   que   utilizaban   mapas   más   antiguos…   y entonces   introducían   el   error.   Así   pues,   los   mapas   más   antiguos   debían   de ser   aún   más   exactos   que   los   de   Alejandría. A un tutor de uno de los últimos Ptolomeos, Agatárquides de Gnido, le dijeron que la longitud de la base de la gran pirámide   era   una  octava   parte   de  un   minuto   de  un   grado.   Y   a   partir   de   esto es  posible calcular que los constructores de las pirámides sabían que la cir- cunferencia   de   la   Tierra   era   de   poco   menos   de   40.225   kilómetros,   cifra   que es aún más exacta que el cálculo que hizo Eratóstenes. En vista de ello, no nos queda ninguna duda de que los antiguos egipcios no sólo sabían que la Tierra era un globo, sino que conocían también su tamaño con un margen de error de unos cuantos kilómetros.
Evidentemente,   diríase   que   esto   indica   una   de   dos   cosas:   o   bien   los egipcios   poseían   una   marina   capaz   de   circunnavegar   el   globo,     tenían acceso   a   información   de   alguien   que   sí   poseía   tal   marina, o de-los   astronautas o dioses  procedentes   de   las   estrellas.  Pero   ya  hemos  visto que uno de los primeros faraones en poseer una marina fue Snefru, padre de Keops,   y   apenas   habría   tiempo   para   que   sus   barcos   dieran   la   vuelta   al mundo y trazaran mapas detallados antes de que se construyese la pirámide (con   sus   pozos   para   embarcaciones).   Margaret   Murray   señala   que   algunos miembros   de   la   población   del   Egipto   predinástico   -los   gerzeenses   (hacia 3500 a. de C.) pintaban barcos al decorar su cerámica; pero en estos barcos hay remeros y parece poco probable que los gerzeenses (posiblemente cretenses) dieran la vuelta al mundo remando. Así que nos queda la posibilidad de   que   hubiera   navegantes   que   cruzaran   los   océanos   mucho   antes   del Egipto dinástico.
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