EN EL UMBRAL DE LA CUEVA DE LOS TAYU
VISITA EN SOLITARIO A LOS ÚLTIMOS GUARDIANES DEL MUNDO SUBTERRÁNEO
En 1986, me interné en solitario en la selva ecuatoriana, en busca de la entrada que —oculta en la espesura amazónica— da acceso a los túneles de los Tayos, que supuestamente albergan el valioso legado de una civilización desconocida. Desde entonces guardé silencio sobre lo que allí averigué, por haberlo pactado así con los celadores visibles de aquel mundo subterráneo. Ahora, al cabo de seis años, me veo obligado a publicar parte de su testimonio, forzado a ello por sendos artículos aparecidos recientemente sobre las cuevas de los Tayos y sobre el túnel de Costa Rica.
Cuando le sorprendo en el comedor del hotel Guayaquil aquel mediodía de finales de marzo de 1986, le fastidio a Janos Moricz el jugo de papaya que se estaba llevando a los labios. Retornó el vaso a la mesa y me miró como si fuera un ectoplasma:
«¿De dónde sale usted? Ya no creíamos volver a verle…»
Contra su consejo y contra el de sus colaboradores, me había aventurado solo en el Oriente ecuatoriano, en la espesura de la selva amazónica, en busca de una confirmación de cuanto él aseguraba existe en el subsuelo de aquellos parajes vírgenes. Dado que no logré que me acompañara al lugar de su extraordinaria experiencia, decidí ir solo. Intentó disuadirme durante muchos días, para acabar brindándome una cena de despedida para alguien al que no se le va a volver a ver: «Entrar solo en la selva supone la muerte. De allí no sales si no la conoces bien».
LA LEY DEL SILENCIO
Ahora que había regresado, y que le demostré hasta dónde había llegado, su actitud cambió por completo: me abrió su pequeño museo junto a la sede de la Empresa Minera Cumbaratza y de la Empresa Minera del Sur, en Guayaquil, me mostró parte de su oro, sus fotografías del interior de los túneles, y me obsequió con un plano de los mismos: «Es usted el primer extranjero que ha tenido el arrojo de ir solo hasta las cuevas. Otros lo han intentado, pero nunca nadie había ido solo. Ha crecido enormemente mi respeto por usted, por lo que, la próxima vez que venga, le prometo acompañarle a la selva. Solamente le pido a cambio que no publique absolutamente nada de lo que ha visto ni de lo que le he estado explicando.»
No hacía falta que insistiera en ello. Conozco bien las reglas y sé respetarlas: por ética y por propia seguridad, pues queda mucho camino por recorrer.
UN REGUERO DE INFARTOS
Prácticamente a la misma hora en que estaba yo aterrizando procedente de Bogotá en el aeropuerto Simón Bolívar de Guayaquil, el 22 de febrero de 1986, moría de un infarto en los montes cercanos a Vilcabamba —en donde Moricz estaba concentrando sus más recientes prospecciones mineras— el ingeniero jefe de su equipo de geólogos, el alemán Dr. Stadler, que hacía su primer recorrido de reconocimiento del terreno. Esta fue mi bienvenida. Mi llegada coincidió con la del ingeniero Hans Theo Sürth, ayudante de Rommel en el desierto en sus años mozos, y que ahora actuaba en representación del Departamento de Geología y Minería de la misma empresa alemana que había enviado al Dr. Stadler. Al comunicar Sürth la muerte de su compañero a la central alemana, no tardó en recibir un telex de sus jefes que finalizaba con estas palabras: «… y abrid bien los ojos». No dudé en aplicarme el consejo.
En 1987 telefoneé a Pierre Paolantoni a su casa de Paris. Me interesaba contactarle dado que catorce años antes también él había obtenido información de primera mano de Janos Moricz —que por cierto cambió hace años su nombre original húngaro de Janos por el español Juan—. Quedé con Pierre en que nos veríamos personalmente en la primera ocasión que yo tuviera de viajar a Paris. Cuando meses más tarde se dió esta ocasión, telefoneé previamente para acordar una cita. Atendió al teléfono su mujer Marie-Thérèse: que no hacía falta que fuera a verlos, dado que al día siguiente de mi primera llamada, Pierre Paolantoni había sido ingresado de urgencia en una clínica por haber sufrido un ataque cardíaco. Precisaba reposos absoluto y no quería ni oír hablar del tema. Durante el invierno de 1991 acudí repetidas veces al domicilio de los Paolantoni en París, pero jamás logré hablar con ellos cara a cara.
Por primera vez desde su salida durante la ocupación rusa, Janos Moricz tenía intención de viajar a Europa, a su Hungría natal, en el verano de 1990. Al no venir, le llamé a Guayaquil: «Con la guerra que se está fraguando en el Golfo, yo no viajo a Europa ni loco», me dijo, para añadir: «Y le doy un consejo: lárguese con su familia ahora que aún está a tiempo. Aquí tiene usted casa y comida para el tiempo que haga falta.» Temía que la guerra del Golfo le matara en Europa. Y las paradojas del destino pueden llegar a ser grotescas, dado que no interpretó bien el mensaje: se quedó en el Ecuador, y exactamente el día antes de que el diabólico presidente Bush anunciara el fin de la guerra del Golfo, Janos Moricz fue hallado muerto de un infarto de miocardio, el 27 de febrero de 1991, en la habitación de un hotel en Guayaquil.
EL HALLAZGO DE MORICZ
Entre la voluminosa documentación que me entregó Juan Moricz cuando regresé de la selva, figura copia de la Escritura notarial de protocolización de la denuncia oficial de su sorprendente hallazgo. La presentó hace casi 20 años al Ministro de Finanzas, y por su intermedio al Presidente de la República del Ecuador, para dejar constancia de la exactitud de sus afirmaciones. Extracto de esta Escritura notarial:
«He descubierto, en la región Oriental, provincia de Morona-Santiago, dentro de los límites de la República del Ecuador, objetos preciosos de gran valor cultural e histórico para la humanidad, que consisten en láminas metálicas que elaboradas por el hombre contienen la relación histórica de toda una civilización perdida de la cual el género humano no tiene memoria ni indicio todavía. Tales objetos se encuentran agrupados dentro de variadas y distintas cuevas, siendo de diversas clases en cada una de ellas. He realizado el descubrimiento de manera enteramente fortuita, en circunstancia en que, en mi calidad de científico, investigaba aspectos folklóricos, etnológicos y lingüísticos de tribus ecuatorianas. Los objetos por mí descubiertos tienen las características siguientes, las cuales he podido constatar personalmente: Uno: Objetos de piedra y metal en distintos tamaños, formas y colores. Dos: Láminas de metal grabadas con signos y escritura ideográfica, verdadera biblioteca metálica que contiene la relación cronológica de la historia de la humanidad, el origen del hombre sobre la Tierra y los conocimientos científicos de una civilización extinguida.»
Más adelante, y siempre dentro de la misma escritura notarial, Moricz no se anda con rodeos ni tapujos cuando se dirije al Presidente de la República:
«Pido a usted se digne nombrar una comisión nacional ecuatoriana de control y de supervisión, a fin de dar a conocer a sus integrantes el lugar exacto en que se encuentran las variadas cuevas y cavernas que contienen los objetos descubiertos. Dejo constancia de que me reservo el derecho de posteriormente presentar ante quien usted determine, fotografías, películas, e incluso muestras originales que sirvan para ampliar la descripción e identificar claramente la forma, tamaño, disposición y calidad de los objetos por mí descubiertos. Dejo constancia, además, de que en uso de mi derecho de dominio sobre la parte que me corresponde en el hallazgo en conformidad con la Ley, me reservo el derecho de proceder al señalamiento y ubicación exactos del lugar donde los objetos se encuentran una vez que se haya designado oficialmente la comisión que solicito, y ésta se halle reunida e integrada con los científicos, investigadores y observadores que yo por mi parte designe en salvaguarda de mis derechos.»
COMPROMISO DE SILENCIO
El 23 de julio de 1969 se firmó en Guayaquil un documento que comenzaba así:
«Los abajo firmantes, integrantes de la expedición a las cuevas descubiertas y denunciadas en el Ecuador por el Sr. Juan Moricz, nos comprometemos formalmente a no formular declaración alguna periodística, radiodifundida, televisada u otras de similar naturaleza, ni a publicar fotografía alguna relacionada con la expedición, sus incidencias, los objetos preciosos existentes en el interior de las cavernas, la ubicación geográfica del lugar descubierto, las teorías o hipótesis a que conduce el descubrimiento y en general respecto de todos los pormenores de la expedición.» Etc.
De hecho, yo podía haber publicado un libro sobre mi viaje a los Tayos («Tayu Wari» en el idioma de los nativos) tan pronto como regresé a Barcelona, en la primavera de 1986. Pero no me parecía ético. Prefería seguir buscando en esta dirección, como en tantas otras, en silencio. Prefería la postura del propio Moricz, cuando le pregunté qué pasaría si él moría antes de poder dar al mundo el mensaje que se había traído del interior de las cuevas: «No pasaría nada. Entonces no habré sido yo el elegido para dar este mensaje.»
Pero apareció recientemente un artículo sobre los Tayos, firmado por alguien que nunca estuvo cerca de los mismos, ni mucho menos al borde de su entrada. Valga decir aquí de paso que tampoco Erich von Däniken estuvo jamás en la selva que encierra estas cuevas
Un mes después de este reportaje, apareció un artículo sobre el túnel del «Templo de la Luna», al que descendí con Juan José Benítez en Costa Rica en octubre de 1985. Honestamente creo que no era momento todavía de publicar nada sobre ninguno de los dos túneles. En el caso de los Tayos, me obligan a publicar parte de mi propio testimonio, en apoyo de sus mismas afirmaciones.
MANIOBRAS DE DISTRACCION
Como queda dicho, llegué a Guayaquil en febrero de 1986. En la sede de la Empresa Minera Cumbaratza me recibe Zoltan, compañero de fatigas de Moricz, y me comunica que acaba de morir en los montes cercanos a Vilcabamba el geólogo alemán ya citado. En los días siguientes Janos Moricz, su compañero y compatriota Zoltan y Gerardo Peña, el abogado del grupo, me convierten en su huésped de honor y se empeñan en disuadirme de mi empeño de visitar las cuevas: "¿De verdad quiere irse a Oriente? Esto siempre es peligroso, e ir solo es un suicidio." Pero yo no dejo de hacer mis preparativos para el viaje a la selva. Intento conseguir en Guayaquil, sin éxito, el ansiado suero contra la mordedura de serpientes, que no había podido obtener en Barcelona ni en Madrid. Tampoco aquí. En el mercado negro puedo agenciarme un revólver sin licencia por 80.000.- sucres, unas 80.000.- pesetas. En algunas ferreterías de la capital del Guayas me ofrecen un rudimentario artefacto de dos balas, sin ninguna precisión, por unas 20.000.- pesetas. Decido que ya veré cómo me defiendo en la selva cuando esté más cerca de ella. Mientras tanto, me compro una hamaca y un poncho de lona para las lluvias.
En vez de ir conmigo a la selva como estaba previsto, Janos Moricz me invita a acompañarle a Vilcabamba —el pequeño valle andino con mayor índice de longevidad de América—, no sin antes darme un consejo: «Llévese bastantes botellas de aguardiente de caña. No para usted, sino para la mula, por si ésta flaquea en la selva: un trago de aguardiente la levanta de golpe. Además, es lo más seguro: montado en la mula no le morderá ninguna serpiente.» Me llevo aguardiente y whisky para mí. Viajo al sur del Ecuador, casi a la frontera con el Perú, en un "Trooper" de la Empresa Minera del Sur y en compañía de Zoltan. «¿Por qué no se olvida de los Tayos? Verá cómo le gustan las minas. Es toda una experiencia. Escriba un libro sobre las minas y sobre el oro. Le daremos toda la infornmación que precise y en Vilcabamba estamos abriendo una nueva prospección. Puede vivir allí como invitado nuestro el tiempo que quiera.» No sabían con quién estaban hablando..
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