marzo 04, 2013

Yahvé y/o Huitzilopochtli




Existe un escritor español nacido en Galicia en 1923 que a sus 30 años se ordenó sacerdote católico, para años después ser repudiado por su orden jesuita y convertirse en ex-sacerdote, y junto a los conocimientos de diversas materias que había colectado consagrarse al estudio de los fenómenos paranormales y ovnilógicos, muestra de lo cual son sus diferentes libros.

Del libro de Salvador Freixedo, que así se llama el autor, “¡Defendámonos de los Dioses!”, publicado en 1984, hemos escogido estos párrafos que aluden a un paralelismo notado desde hace tiempo por más de un estudioso de la historia de las tribus aztecas en Méjico, y que es lo análogo de su historia con la que se relata en el Viejo Testamento.

Las hipótesis para ello no son tajantes, pudiendo aventurarse aún una contaminación sacerdotal por parte de gente del Viejo Mundo que hubo venido siglos antes de Colón, puesto que se prueba haber más paralelismos todavía.

La tesis de Freixedo, que está planteada esquemáticamente y pudiendo perfeccionársela, es más inquietante porque implícita en ella está la existencia de entidades usurpadoras que se hacen adorar y seguir como divinidades, imponiendo a sus pueblos escogidos ciertas repugnantes prácticas que sólo los satisfacen a ellos, estableciéndose una similar identidad entre ellas o la participación de una tendencia común.

(…) Los diez mandamientos fundamentales de la religión cristiana, no sólo son el fruto de la aparición de uno de estos seres suprahumanos, sino que fueron entregados personalmente por él y nada menos que grabados en piedra, si es que hemos de creer a lo que por más de tres mil años ha venido enseñando el judeo-cristianismo.

En el libro más respetado en todo el mundo occidental, se nos dice que un ser llamado Yahvé se apareció en una nube desde la que se comunicaba con los humanos. Una nube que, según leemos en el Pentateuco, hacía cosas muy extrañas para ser una nube normal.

Este señor, al que acompañaban otros seres suprahumanos dotados de extraordinarios poderes (que por otro lado eran bastante parecidos en sus pasiones a los hombres y que con mucha frecuencia se inmiscuían abiertamente en sus vidas) estuvo apareciéndose de la misma manera durante varios siglos a todo el pueblo hebreo y de una manera personal a diversos individuos a los que les indicaba cuál era su voluntad específica en aquel momento.

Estos seres suprahumanos a los que nos referimos, se presentaban siempre como enviados por aquel ser que se presentó en el monte Sinaí; y el mismo Cristo – al que, como ya he dicho, consideramos no como uno de estos seres suprahumanos, sino como a un humano extraordinario – se presentó siempre como un enviado de aquel señor del Sinaí al que él llamaba su “padre”.

Posteriormente en el cristianismo, las apariciones de todo tipo de seres no humanos, o humanos ya glorificados, son cosa completamente normal y admitida por las autoridades de la Iglesia.

Negar ahora este hecho, tal como pretenden hacerlo algunos teólogos modernos, es querer tapar el sol con un dedo.

A los que nos digan que Dios tiene el derecho de manifestarse como quiera y a los que nos presenten la teofanía del judeo-cristianismo como algo único, les diremos que si bien es cierto que Dios tiene el derecho de presentarse como quiera, no es lógico que lo haga con todas las extrañísimas circunstancias con que lo hizo en el caso del pueblo hebreo, y por otro lado no estaremos de acuerdo de ninguna manera en que el caso judeo-cristiano sea un caso único.

Muy por el contrario, nos encontramos con que la manera de manifestarse Yahvé al pueblo hebreo no difiere fundamentalmente en nada de la manera que otros dioses usaron para manifestarse a sus “pueblos escogidos”; porque como ya dijimos, estos seres suprahumanos gustan de “escoger” un pueblo en el que centran sus intervenciones con la raza humana, y en el que influyen positiva y negativamente, a veces de una manera muy activa y directa.

En este particular, el judeo-cristianismo no tiene originalidad alguna tal como enseguida veremos.

Lo que sucede es que los cristianos, al igual que los fieles creyentes de otras religiones, concentrados en el estudio y en el cumplimiento de sus dogmas y ritos, y aislados por sus líderes religiosos de las creencias y ritos de otros pueblos, han ignorado y continúan ignorando hechos históricos que por sí solos son capaces de sembrar grandes dudas sobre la originalidad y la validez de las propias creencias religiosas.

LAS TEOFANÍAS SE REPITEN

La experiencia de haber sido “adoptados” por un “dios”, es casi común a todos los pueblos de la antigüedad, con la circunstancia de que esta adopción conllevaba ciertas condiciones que eran también comunes a todos los pueblos:

la exigencia de sacrificios sangrientos de una u otra clase, a cambio de una protección (que resultaba ser tan mentirosa y, a la larga, tan poco eficaz como la que Yahvé dispensó al pueblo hebreo).

De hecho leemos en una nota de la Biblia de Jerusalén:

“En el lenguaje del antiguo Oriente, se reconocía a cada pueblo la ayuda eficaz de su dios particular”.

Si bien es cierto que las mitologías y leyendas folklóricas de la antigüedad no tienen en muchos casos prueba alguna documental (aunque en muchos otros casos sí la tienen) nadie puede negar la realidad altamente intrigante de que de hecho muchos pueblos, separados por miles de años y por miles de kilómetros han tenido creencias y practicado ritos muy semejantes; ritos y creencias que, analizados a fondo, se dirían procedentes de un tronco común.

Con la peculiaridad de que muchos de estos ritos y creencias son bastante antinaturales e ilógicos, pudiendo uno llegar a la conclusión de que no brotaron espontáneamente de la mente de los humanos como una ofrenda a sus “dioses protectores”, sino que les fueron impuestos a los terrícolas por alguien que, a lo largo de los siglos, ha conservado los mismos gustos retorcidos, contradictorios y en muchos casos crueles.

PARALELOS ENTRE LAS TEOFANÍAS

Volviendo al caso histórico del pueblo hebreo, y dejando de lado a los otros dioses de los pueblos de Mesopotamia, tan desconcertantemente parecidos a Yahvé y contra los que éste tenía tan tremendos celos,

Baal

Moloc

Nabú

Aserá

Bel

Milkom

Oanes

Kemós

Dagón, etc.,

…vamos a fijarnos en una experiencia específica y extraña exigida por Yahvé al pueblo hebreo y vamos a encontrarnos con otro pueblo (separado del pueblo hebreo por unos 10.000 kilómetros en el espacio y por unos 3.000 años en el tiempo) al que su “dios protector” le hizo pasar por la misma extraña experiencia.

Me refiero al hecho de andar errantes por muchos años antes de llegar a la “tierra prometida” y bajo el mandato específico y la dirección inmediata de Yahvé.

El lector que quiera conocer más a fondo los detalles de todo este peregrinar no tiene más que leer el libro del Éxodo, que es uno de los cinco primeros que componen la Biblia.

HEBREOS Y AZTECAS

Pues bien, esta extraña aventura – que tiene que haber resultado penosísima para el pueblo judío – la vemos repetida con unos paralelos asombrosos e incomprensibles en el pueblo azteca.

Según las tradiciones de este pueblo, hace aproximadamente unos 800 años que su dios Huitzilopochtli se les apareció y les dijo que tenían que abandonar la región en que habitaban y comenzar a desplazarse hacia el sur,

“hasta que encontrasen un lugar en el que verían un águila devorando a una serpiente”.

En este lugar se asentarían y él los convertiría en un gran pueblo.

La región en que por aquel entonces habitaban los aztecas estaba en lo que hoy es terreno norteamericano – probablemente entre los estados de Arizona y Utah – y por lo tanto su peregrinar hasta Tenochtitlán fue notablemente más extenso que el que a los hijos de Abraham les exigió su “protector” Yahvé.

La caminata de los “Hijos de la Grulla” (como tradicionalmente se llamaba a los aztecas) fue de no menos de tres mil kilómetros y no precisamente por grandes carreteras sino teniendo que atravesar vastos desiertos y zonas abruptas y de densa vegetación que ciertamente tuvieron que poner a prueba su fe en la palabra de su dios Huitzilopochtli.

Pero por fin, después de mucho caminar encontraron en una pequeña isla, en medio del lago Texcoco, el águila de la profecía devorando una serpiente en lo alto de un nopal.

Esta pequeña isla estaba exactamente donde ahora está la impresionante plaza del Zócalo, en medio de la ciudad de México. La febril actividad constructora de los aztecas – muy influenciada por otros dos pueblos que anteriormente se habían distinguido mucho por sus grandes construcciones: los olmecas y los toltecas – pronto convirtió aquellos lugares pantanosos, en la gran ciudad con la que se encontraron los españoles cuando llegaron a principios del siglo XVI.

Hoy día ya apenas si quedan algunas partes con agua del lago Texcoco, pero cuando llegaron los aztecas, allá por el año 1325, el lago ocupaba una superficie notablemente mayor del valle de México.

Con lo dicho hasta aquí, no podríamos encontrar sino un paralelo genérico con lo que les aconteció a los hebreos, y ciertamente no tendríamos derecho a esgrimirlo como un argumento en favor de nuestra tesis.

Pero si consideramos cuidadosamente todos los detalles de la historia de la peregrinación azteca, nos encontraremos con muchas otras circunstancias muy sospechosas.

Helas aquí:

La personalidad de Yahvé era muy parecida a la de Huitzilopochtli. Ambos querían ser considerados como protectores y hasta como padres, pero eran tremendamente exigentes, implacables en sus frecuentes castigos y muy prontos a la ira.

Ambos les dijeron a sus pueblos escogidos, que abandonasen la tierra en que habitaban. Yahvé lo hizo primeramente con Abraham haciendo que dejase Caldea y lo hizo posteriormente con Moisés forzándolo a que abandonase Egipto al frente de todo su pueblo.

Ambos acompañaron “personalmente” a sus protegidos a lo largo de toda la peregrinación, ayudándolos directamente a superar las muchas dificultades con que se iban encontrando en su camino.

Yahvé los acompañaba en forma de una extraña columna de fuego y humo que lo mismo los alumbraba por la noche que les daba sombra por el día, y les señalaba el camino por donde tenían que ir, haciendo además muchos otros menesteres tan extraños y útiles como apartar las aguas del mar para que pudiesen pasar de una orilla a otra, etc.

Huitzilopochtli acompañó a los aztecas en forma de un pájaro, que según la tradición era una gran águila blanca que les iba mostrando la dirección en que tenían que avanzar en su larguísima peregrinación.

Este peregrinar en ninguno de los casos fue de días o semanas. En el caso hebreo, Yahvé, extrañísimamente, se dio gusto haciéndoles dar rodeos por el inhóspito desierto del Sinaí durante 40 años (cuando podían haber hecho el camino en tres meses).

Huitzilopochtli fue todavía más errático y desconsiderado en su liderazgo, pues tuvo a sus protegidos vagando dos siglos aproximadamente, hasta que por fin los estableció en el lugar de la actual ciudad de México.

Si el tiempo que ambos pueblos anduvieron errantes no fue breve, tampoco lo fue la distancia que tuvieron que cubrir. Primero Abraham fue desde Caldea a Egipto de donde volvió a los pocos años.

Pero enseguida vemos a su nieto Jacob volver de nuevo a Egipto (siempre bajo la mirada de Yahvé, que era el que propiciaba todas estas idas y venidas) hasta que, al cabo de unos dos o tres siglos, vemos a todo el pueblo hebreo – por aquel entonces ya numerosísimo – de vuelta hacia la tierra prometida capitaneado por Moisés, pero dirigido desde las alturas por aquella nube en la que se ocultaba Yahvé.

La distancia que tenía que recorrer el pueblo hebreo era, teóricamente, de unos 300 kilómetros; pero Yahvé se encargó de estirar esos 300 kilómetros hasta convertirlos en más de mil.

La distancia recorrida por el pueblo azteca fue mucho mayor, ya que no debió de ser inferior a los tres mil kilómetros, distancia que fue fielmente recorrida por las seis tribus que inicialmente se pusieron en camino.

Ambos pueblos tuvieron que enfrentarse a un sinnúmero de tribus y pueblos que ya habitaban la “tierra prometida” cuando llegaron los “pueblos escogidos”.

Los amorreos, filisteos, jebuseos, gabaonitas, amalecitas, etc., que a cada paso nos encontramos en la Biblia en guerra con los hebreos, tienen su contrapartida americana en los chichimecas, tlaxcaltecas, otomíes, tepanecas, xochimilcos, etc., con quienes tuvieron que enfrentarse los aztecas en su peregrinaje hacia Tenochtitlán.

Ambos pueblos, en cuanto fueron adoptados por sus respectivos dioses protectores, comenzaron a multiplicarse rápidamente, pero sobre todo en cuanto llegaron al lugar prometido y se establecieron en él se hicieron muy fuertes y pasaron a ser los pueblos dominantes en toda la región, avasallando a sus vecinos.

Ambos pueblos llegaron a la cúspide de su desarrollo aproximadamente a los dos siglos de haberse establecido en la tierra prometida.

Ambos pueblos fueron adoctrinados en un rito tan raro como es la circuncisión. Éste es un “detalle” tan extraño que induce a sospechar muchas cosas, entre ellas, que Yahvé y Huitzilopochtli eran hermanos gemelos en sus gustos.

Tanto Yahvé como Huitzilopochtli les exigían a sus pueblos sacrificios de sangre.

Entre los hebreos esta sangre era de animales, pero entre los aztecas la sangre era frecuentemente humana, como en la dedicación del gran templo de Tenochtitlán cuando, según los historiadores, se sacrificaron varios miles de prisioneros, abriéndoles el pecho de un tajo y arrancándoles el corazón, todavía latiendo y sangrante, para ofrecérselo a Huitzilopochtli.

Yahvé, a primera vista no llegaba a tanta barbarie, pero parece que a veces acariciaba la idea. Recordemos si no, el abusivo sacrificio que le exigió a Abraham de su hijo Isaac (y que sólo a última hora impidió) y el menos conocido de la hija de Jefté (Jue. 13).

Este caudillo israelita le prometió a Yahvé que mandaría sacrificar al primer ser viviente que se le presentase a la vuelta al campamento, si Yahvé le concedía la victoria sobre los ammonitas.

Cuando volvía victorioso de la batalla, la primera que le salió al encuentro para felicitarle fue su propia hija. Y Yahvé, que con tanta facilidad le comunicaba sus deseos a su pueblo, no dijo nada y permitió que Jefté cumpliese su bárbaro juramento. Y éste no es el único ejemplo de este tipo.

(Y conste que no decimos nada – para no extendernos – de los auténticos ríos de sangre que el propio Yahvé causó con las continuas batallas a las que forzó durante tantos años a su pueblo, RÍOS de sangre que a veces provenían exclusivamente de su pueblo escogido cuando “se encendía su ira contra ellos” cosa que sucedía con bastante frecuencia.)

Tanto Yahvé como Huitzilopochtli abandonaron de una manera inexplicable a sus respectivos pueblos cuando éstos más los necesitaban. Yahvé – que ya estaba bastante escondido desde hacía varios siglos – se desapareció definitivamente a la llegada de los romanos a Palestina, y Huitzilopochtli hizo lo mismo cuando llegaron los españoles; y a partir de entonces, la identidad de los aztecas como pueblo, se ha disuelto en el variadísimo mestizaje de la gran nación mexicana.

(Es muy dudoso, por no decir imposible, que los aztecas, pese a las promesas de su protector, logren el supremo y desesperado acto de supervivencia de los israelitas, de volver a resucitar como un pueblo de historia y características propias).

Por supuesto, como no podía ser menos, ambos pueblos fueron instruidos detalladamente acerca de cómo habían de construir un gran templo en el lugar en donde definitivamente se instalasen. (Este es otro “detalle”, como más adelante veremos, que ha sido básico en todas las apariciones religiosas a lo largo de la historia).

Por si todos estos paralelos no fuesen suficientes, nos encontramos todavía con otro, que le confieso al lector que a mí me produjo una profunda impresión cuando lo encontré ingenuamente relatado por fray Diego Durán, uno de los muchos frailes franciscanos que escribieron las crónicas de los primeros tiempos del descubrimiento de América, basados en lo que los propios indios les contaban.

El buen fraile, en su relato de las creencias de los antepasados de los aztecas, nos cuenta (por supuesto, con una cierta lástima ante el paganismo “demoníaco” en que se hallaban sumidos aquellos pueblos) que cuando el pueblo entero avanzaba hacia el sur, siguiendo siempre a la gran águila blanca que los dirigía desde el cielo, lo primero que harían al llegar a un lugar, era construir un pequeño templo para depositar en él el arca que transportaban mediante la cual se comunicaban con su dios.

Este detalle de llevar también un arca, al igual que los hebreos, y de considerarla de gran importancia, pues era el vínculo que tenían con su protector, es algo que me sumió en profundas reflexiones y que me hizo llegar a la conclusión de que algunos de estos “espíritus que están en las alturas” – tal como los denomina Sn. Pablo – tienen gustos muy afines.

Y puede ser que no sólo gustos, sino también necesidades, cuantas veces se asoman a nuestro mundo, o a nuestra dimensión, en donde no pueden actuar tan naturalmente como lo hacen cuando están en su elemento.

Todavía como un último paralelo, podríamos añadir lo siguiente: Si el Yahvé de los hebreos tuvo su contrapartida americana en Huitzilopochtli, el Cristo judío, en cierta manera reformador de los mandamientos de Yahvé, tuvo su contrapartida en Quetzalcoatl, el mensajero de Dios, instructor y salvador del pueblo azteca, que, como Cristo, apareció en este mundo de una manera un tanto misteriosa; fue aparentemente un hombre como él, y como él, se fue de la tierra de una manera igualmente extraña, prometiendo ambos que algún día volverían.

Hasta aquí llegaban los paralelos que personalmente había investigado hace ya unos cuantos años; pero la lectura del libro de Pedro Ferriz “¿Dónde quedó el Arca de la Alianza?”, ha dado pábulo a mis sospechas y a mis paralelos, con los detalles que allí aporta.

Uno de ellos es el curioso “cambio de nombres”.

Resulta que Huitzilopochtli tenía la misma “manía” que Yahvé (Abram-Abraham, Sarai-Sara, Jacob-Israel) y hasta que el mismo Jesucristo (Kefas, Boanerges). Y por cierto la misma “manía” que encontramos en los modernos “extraterrestres” que con gran frecuencia les cambian el nombre a sus contactados.

Pero no sólo eso sino que el Moisés azteca – que era el único que hablaba con Huitzilopochtli, según Ferriz – se llamaba “Mexi y su hermana (¡porque también tenía una influyente hermana!) se llamaba Malínal” [Malinalxóchitl].

Pues bien, fonéticamente, Meshi se parece a Moshe (Moisés en la versión fonética castellana), y Malínal a María. Y aunque al lector este paralelo pueda parecerle una exageración traída por los pelos, debería saber que estos “parecidos” en cuestión de nombres propios son algo con lo que nos encontramos frecuentemente en el mundo de lo religioso-paranormal (Krishna-Cristo; Maturea-Matarea, etc.) y son algo normal en el mundo esotérico.

Son chispazos de la Magia Cósmica que escapan a nuestra lógica.

Hasta aquí los paralelos entre el peregrinar del pueblo hebreo y el peregrinar del pueblo azteca.

Si todas estas similitudes las encontrásemos únicamente entre estos dos pueblos, podríamos achacárselas tranquilamente a pura coincidencia casual.

Pero lo que se hace tremendamente sospechoso es que éstas y otras “coincidencias” las encontramos en gran abundancia en muchos otros pueblos de la Tierra, separados por miles de años y por miles de kilómetros.

Fuente: bibliotecapleyades.net

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