abril 23, 2012

....LAS SIETE CIUDADES ..CÍBOLA


En Nueva Galicia,-región que en su mayor parte en la actualidad constituye el estado mexicano de Jalisco-, provincia de la Nueva España, se produjo en marzo de 1536 un hecho extraordinario. Una patrulla de soldados descubrió en el valle del río Sinaloa a tres hombres blancos y otro negro que vestían y hablaban a la manera de los indios. Se trataba de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Alonso Castillo, Andrés Dorantes y su esclavo Estebanico de Azamor.
Poco después, Melchor Díaz, alcalde mayor de Culiacán, les dispensó una cordial bienvenida. Allí explicaron que todos ellos eran supervivientes de la naufragada armada que ocho años antes Pánfilo de Nárvaez dirigía a la Florida, y que habían recorrido, entre variadas poblaciones indígenas, unas dos mil leguas de mar a mar, desde la costa del golfo de México hasta la del océano Pacífico, incluyendo desatinados errabundeos en las tierras del interior. En julio serían recibidos en México por el virrey Antonio de Mendoza, y el capitán general y marqués del Valle de Oaxaca, Hernán Cortés. Los fantásticos relatos de las regiones del norte que narraron los cuatro naúfragos deslumbraron tanto a los dos próceres que cuando mencionaron los rumores oídos sobre la existencia, unas leguas al norte, de resplandecientes ciudades de oro, la imaginación de ambos se exaltó de forma incontenible. Era un antiguo mito forjado durante la Edad Media que se creyó muy cercano a materializarse con el descubrimiento del Nuevo Mundo y que ya Nuño de Guzmán había perseguido en vano por esa misma zona. La leyenda, referida innumerables veces por los marineros de las costas atlánticas de Europa, contaba la huida del arzobispo de Oporto, -junto con otros seis obispos-, de la Iberia invadida por los árabes, y el establecimiento de un gran reino repleto de oro y todos los lujos imaginables.
Ese nuevo reino era la Isla de las Siete Ciudades, que el mágico poder del arzobispo hacía desaparecer a voluntad para mantenerla ajena a curiosos.Por aquel entonces las nuevas tierras ofrecían un contorno misterioso y difuso que, poco a poco, algunos exploradores contribuían a aclarar en sus entradas en busca de tesoros. Hernán Cortés era aún uno de estos hombres perdidos en aquellos parajes ignotos, de los que intentaban hacerse una idea más precisa del terreno que pisaban. Su fascinación por el desconocido territorio norteño le había llevado a preparar expediciones de reconocimiento de la zona de California y las costas del Pacífico.
Por su parte, el virrey Mendoza, desde su llegada a Nueva España, expresó tan vivo interés en las exploraciones, que pronto pediría licencia al monarca para realizarlas, -con la esperanza de hallar otro nuevo Perú-, por lo que sus ambiciones chocaron de frente con las del conquistador de México.
Tras las revelaciones de Cabeza de Vaca y sus compañeros, Cortés ofreció un acuerdo de colaboración al virrey que este rechazó de plano, por lo que cada uno procuraría encontrar Cíbola de manera indepediente. El marqués del Valle, con renovado ahínco, continuó hollando California convencido de que la ruta marítima sería la más rápida, mientras que el virrey se decantó por el itinerario terrestre encargando una exploración inicial a fray Marcos de Niza y al negro Estebanico, a quien había comprado a Dorantes. Regresaría el fraile anunciando que en verdad existían ciudades colmadas de oro y grandísimas riquezas listas para hombres audaces y determinados.Con las noticias traídas por Niza, el virrey había adquirido cierta ventaja y la rivalidad con Hernán Cortés se llenó de agresividad. Ese mismo verano Mendoza había estado negociando con Pedro de Alvarado, Adelantado de Guatemala y uno de los antiguos lugartenientes del conquistador de México, su apoyo marítimo en una todavía hipotética expedición.
Y como le había recomendado Francisco Vázquez de Coronado, -el joven gobernador de Nueva Galicia-, en noviembre de 1539 envió hacia el norte una pequeña partida exploratoria, -una quincena de hombres-, al mando del aguerrido capitán Melchor Díaz. Los contactos de Alvarado con el virrey llegaron a oídos del marqués del Valle, quien no se recató en proclamar su ind
ignación en público al sentirse traicionado por su viejo camarada. Como las cosas amenazaban con salirse de cauce, el obispo de México, Juan de Zumárraga, les convocó a una reunión cara a cara en un intento de limar asperezas pero, como suele suceder, salieron peor que como entraron, ya que sostuvieron una sonora riña, en la que ninguno anduvo corto de veladas amenazas y en un tris estuvieron de llegar a las manos. Hernán Cortés decidió de inmediato regresar a España para defender sus derechos, -que creía usurpados-, de conquista de las Siete Ciudades. Antes de terminar noviembre, el virrey firmó el acuerdo con Alvarado por el que éste se comprometía a disponer la armada de apoyo.
Pero los insistentes rumores que corrían sobre la concesión de licencia a Hernando de Soto para hacer una entrada en la Florida cada vez alteraban más los nervios de Mendoza, pues temía que se le pudiera adelantar por esa zona en el hallazgo de Cíbola.


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