octubre 17, 2012

El Pescador...¿ ERA REALMENTE EL ÚLTIMO HOMBRE EN LA TIERRA ?...(3)


LA PRIMERA NOCHE EN LA NUEVA TIERRA

Acomodó lo mejor que pudo su maltrecho cuerpo sobre la arena y entre el pequeño fuego que pudo encender y las rocas, que le ofrecían una mínima protección, se dispuso a intentar descansar, a pesar del dolor que sus heridas le producían. Había sobrevivido a la ira del poderoso gigante salado y ahora, en aquella desconocida tierra, pasaría todo el tiempo que el Padre Creador le concediera. Salivando continuamente, intentaba contrarrestar el insoportable escozor que el agua salada, que había tragado, producía en su garganta. Buscó una postura que permitiera a su cuerpo mitigar el dolor y entregarse a un reparador sueño, pero resultó imposible conseguirlo. Su estado físico estaba al límite y necesitaba angustiosamente encontrar agua y alimentos. Poco a poco, sus maltrechos ojos, arrullados por el suave sonido de las olas que depositaban su espuma en la playa, se fueron cerrando. El agotamiento venció al sufrimiento.

Con su mente liberada de las cadenas del dolor, el pescador inició a través del sueño un viaje sin control por sus recuerdos. Se vio aprendiendo, cuando todavía era muy joven, el arte de la pesca. Su viejo maestro le enseñó a respetar al océano y tomar de él solo lo imprescindible. Según le decía: “Si tomas poca cosa y no le molestas, continuará durmiendo y no sufrirás su enfado”.

Aprendió a leer el mapa de las estrellas para orientarse en la noche, si alguna vez perdía la referencia visual de la costa. Los monstruos del mar, le avisó el anciano, no se acercan a la costa pues tienen miedo de sufrir el enojo de nuestro creador pero, si cometes el error de adentrarte en la inmensidad, quedarás desprotegido y te convertirás en su alimento. Sus sueños le llevaron a la Ciudad de los Nobles, donde tenía su palacio el Rey. Recorrió de nuevo sus amplias avenidas y se maravilló contemplando las cúpulas de las casas de los nobles, recubiertas de gruesas láminas de oro proveniente de las infinitas minas del norte y de las imponentes y gigantescas estatuas de mármol rosado que adornaban sus entradas. Asistió, guardando la debida distancia de respeto, a un desfile incesante de hermosas mujeres propiedad de los notables de la corte, ataviadas con sus ricas vestiduras de seda y piedras preciosas y que llevaban sus pechos al descubierto adornados con bellos dibujos realizados con pintura de oro, como seña de pertenencia a la clase superior.

Sus sueños le llevaron también a la realidad de las gentes de la clase a la que él pertenecía y que vivían desperdigadas por la inmensidad de la isla-continente, siempre fuera de las murallas de la Ciudad de los Nobles. Pobres casas con paredes de adobe cubiertas con techos de caña, mujeres reproductoras cubiertas totalmente por la ropa que llevaban y que no dejaba al descubierto nada más que sus manos. Hombres mendigando el favor de copular con ellas y sacerdotes que daban fe de la aceptación del apareo por parte de las mujeres. Los sacerdotes descartaban el acto si el hombre presentaba alguna deformidad física o eran demasiado viejos para garantizar una sana descendencia. Las hembras, que ya habían cumplido su ciclo reproductivo y se convertían en estériles, llevaban sus cabezas descubiertas y ya no tenían que solicitar el permiso de los garantes de la ley para aparearse. Recordó las grandes zonas donde eran llevados los niños poco después de nacer y que pasaban a pertenecer al Rey para que sus empleados los criaran y, cuando alcanzaban la edad suficiente, eran distribuidos según su apariencia y aptitud para formar parte de los diferentes gremios o menesteres.

De repente, llevado por la caprichosa voluntad del subconsciente, el pescador se encontró como parte del gigantesco círculo que formaban miles de personas que, cada cuatro estaciones, esperaban el momento de la llegada del Mensajero de Dios. Vio como el Trono Volador tocaba la tierra y de él descendían los sirvientes del Mensajero que inmediatamente se dirigían hacia donde se encontraban las hembras, preparadas para cubrir el diezmo establecido por el Dios Protector. Vio como una a una, los sirvientes las situaban sobre una mesa desprovistas de sus blancas túnicas y eran desprendidas de todo el vello de su cuerpo. Posteriormente, las hacían pasar por un arco purificador para, acto seguido, introducirlas en el Trono Volador. Cuando todas las hembras habían entrado en él, aparecía la imponente figura del Mensajero, vestido con una piel blanca que ceñía su enorme cuerpo y provisto de una máscara, a través de la cuál se comunicaba con el único hombre que podía acercarse a él, el Rey de los Hombres. Hablaban entre ellos y pasado un breve espacio de tiempo, el Mensajero volvía sobre sus pasos, regresando al interior del Trono Volador y poco después ascendía a gran velocidad, desapareciendo en la inmensidad de cielo.

El suave calor del primer sol del día, acarició el cuerpo del pescador que, lentamente, abandonó el reino de los sueños y volvió a la realidad. Lo primero que percibió fue que su visión había mejorado mucho y que su estómago le exigía hierbas de las dunas y todos los insectos que pudiera encontrar.
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