Por Débora Goldstern
La existencia de una civilización precolombina anterior a las conocidas, comenzó a tomar cuerpo con la entrada del milenio, cuando una noticia comenzó a circular con insistencia.
La Expedición Atahualpa 2000, bajo las aguas del lago Titacaca, en pleno corazón boliviano, halló restos de una civilización desconocida. Aunque de estas ruinas se tenían conocimiento, hasta el momento no se tenía la evidencia comprobatoria, y aunque en este caso las pruebas parecían ser contundentes, el descubrimiento reabrió una polémica, sobre la antigüedad de las civilizaciones en América.
De inmediato, se levantaron voces en contra, y el hallazgo entró en zona de veda, hasta mejor oportunidad. Para comprender la mentalidad arqueológica sudamericana, debemos tener en cuenta su fuerte afiliación a los dictados europeos y norteamericanos que siguen teniendo una fuerte influencia en la materia. Romper con esa estructura no es tarea fácil, ya que todo aquel estudioso que se desvíe de las leyes establecidas corre el riesgo de ver su carrera truncada. Localmente tampoco hay una defensa acentuada sobre las culturas pasadas de este continente, y subyace un cierto temor en buscar respuestas a ciertos interrogantes que aún subsisten en cuanto a las culturas que poblaron América, antes de la Conquista.
Volvien do al caso boliviano, la existencia de estas ruinas no constituían novedad, y nosotros deseamos evocar una gesta poco conocida dentro de Argentina, y que tuvo como protagonista a un compatriota, que casi cuarenta años antes pudo vislumbrar estas mismas construcciones submarinas, aunque en su momento su hallazgo provocara incredulidad y rechazo.
Volvien
Conozcamos la historia de la mano de Federico Kirbus, que narró la experiencia del argentino en “Enigmas, misterios y secretos de América”.
“El equipo, compuesto por Ramón ("Kuki") Avellaneda, Enrique León Brunner y Luis Villaverde, había arribado a orillas del Titicaca con propósitos muy distintos, casi diríase más espirituales que materiales: su deseo era habilitar las aguas navegables más altas del mundo para el deporte subacuático.
Acertadamente, su expedición se denominó "Punta de Lanza".[1] Y lo que representa bucear en el lago sagrado del Altiplano se infiere de las palabras de Avellaneda cuando describía su primera inmersión: "Mi indicador de profundidad marcaba tan sólo metros y, sin embargo, me hallaba a mayor altura que la cima del Fujiyama”.
Las inmersiones se veían obstaculizadas no sólo porque el cante de los botellones de oxígeno restringía la permanencia en el líquido elemento a su máximo de 45 minutos, sino, además, porque los tipos de descompresión debían ser muy prolongados que al emerger del agua los rodeaba la atmósfera muy tenue de3.800 metros sobre el nivel del mar. Quiere decir que parte de la autonomía de 45 minutos había que dedicarla al proceso de descompresión, sin poder entregarse a proseguir las exploraciones subacuáticas.
Los deportistas habían sido consultados desde el mismo momento su arribo a Bolivia si sólo deseaban practicar deportes o si en verdad su objetivo era buscar la "cadena de oro". Pero no fue leyenda, sino la noticia de que un norteamericano, de nombre Malinowsky [2] había hallado ruinas en el lago durante unas inmersiones realizadas años antes que confirió a los tres buceadores un impulso. Lo único malo era que muchos hablaban de tales vestigios pero nadie podía precisar su ubicación.
Las inmersiones se veían obstaculizadas no sólo porque el cante de los botellones de oxígeno restringía la permanencia en el líquido elemento a su máximo de 45 minutos, sino, además, porque los tipos de descompresión debían ser muy prolongados que al emerger del agua los rodeaba la atmósfera muy tenue de
Los deportistas habían sido consultados desde el mismo momento su arribo a Bolivia si sólo deseaban practicar deportes o si en verdad su objetivo era buscar la "cadena de oro". Pero no fue leyenda, sino la noticia de que un norteamericano, de nombre Malinowsky [2] había hallado ruinas en el lago durante unas inmersiones realizadas años antes que confirió a los tres buceadores un impulso. Lo único malo era que muchos hablaban de tales vestigios pero nadie podía precisar su ubicación.
Las primeras experiencias de inmersión, llevadas a cabo con la asistencia del patrullero “Presidente Kennedy", perteneciente a la marina boliviana, se realizaron sin mayores sorpresas. La temperatura del agua era de unos 15 grados cerca de la superficie; la visibilidad unos 15 metros ; y las pulsaciones, 85 por minuto como valor promedio.
El tiempo transcurría implacablemente sin que los argentinos hallaran nada excepcional, salvo las enormes ranas mimetizantes que se fundían con el fondo del lago. Sus ayudantes bolivianos, entre tanto, seguían convencidos que el verdadero propósito de los buceadores era la búsqueda y el eventual hallazgo de la cadena áurea. ¿Era concebible que tres extranjeros realizaran tal esfuerzo sólo para satisfacer sus ambiciones deportivas?
Por fin, cierto día, uno de los boteros del estrecho de Tiquina mencionó un puerto en la orilla del Titicaca donde, según él, existirían ruinas. El sitio se llamaba Puerto Acosta. Y resultó que uno de los marinos de la "Presidente Kennedy" era oriundo de ese puerto. No sólo esto: también conocía el sitio donde ciertas construcciones de piedra llegaban hasta las aguas y parecían extenderse debajo de las mismas. Se decidió realizar el viaje en automóvil en compañía de Plácido Jucumani, el consabido marino, que sólo hablaba aymará y apenas balbuceaba algunas palabras en español; la conversación con él resultó, por lo tanto, bastante difícil.
Arribados a Puerto Acosta, una vez más los pobladores afirmaban desconocer por completo cualquier detalle relacionado con las supuestas ruinas. ¿O acaso los inhibía el temor ante el lago santo y los dioses que en él vivían? Por fortuna, Plácido no se dejó impresionar y condujo al grupo hasta una bahía donde, según él, existían las ruinas subacuáticas.
Arribados a Puerto Acosta, una vez más los pobladores afirmaban desconocer por completo cualquier detalle relacionado con las supuestas ruinas. ¿O acaso los inhibía el temor ante el lago santo y los dioses que en él vivían? Por fortuna, Plácido no se dejó impresionar y condujo al grupo hasta una bahía donde, según él, existían las ruinas subacuáticas.
El tiempo era frío. Avellaneda se colocó su traje de neopreno para sumergirse en tanto que sus dos compañeros aguardaron en la orilla. No habrían transcurrido más de diez minutos cuando Avellaneda emergió a unos 200 metros de la costa, haciendo señas con el brazo para que los otros dos se le acercasen.
Lo que los tres acuanautas contemplaron ese destemplado día de invierno de 1966, a unos ocho metros debajo del espejo del lago, se lee hoy quizá con indiferencia, pero en su momento aceleró sensiblemente el pulso de los protagonistas de la aventura: ante sus ojos aparecían construcciones de piedra de diferente tipo y sorprendentemente bien conservadas, aun cuando estaban recubiertas de algas.
No sólo hallaron simples muros, sino recintos en forma de U, con la parte abierta señalando hacia el centro del lago. Es más: también distinguieron el trazado de un camino empedrado, perfectamente conservado, de unos 30 metros de longitud. Casi se estaría tentado de agregar: un típico camino incaico. [3]
Tras el primer breve reconocimiento del lugar, los tres retornaron a la orilla, donde, junto con algunos observadores, los aguardaba Plácido Jucumani con sus facciones tan impenetrables como siempre.
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