noviembre 29, 2012

Los túneles de América...Indios Hopi...





Los indios hopi,  asentados en el estado norteamericano de Arizona,  y que afirman proceder de un continente desaparecido en lo que hoy es el Océano Pacífico, recuerdan que sus antepasados fueron instruidos y ayudados por unos seres que se desplazaban en escudos voladores, y que les enseñaron la técnica de la construcción  de  túneles  y  de  instalaciones  subterráneas.
Muchas otras  leyendas  y tradiciones indígenas del continente americano hablan de la existencia de redes de comunicación y de ciudades subterráneas.
Existe  una  nutrida  literatura y suficientes investigadores que mantienen la hipótesis de que debajo de la superficie de nuestro planeta habitan seres inteligentes desconocidos por nosotros. Existen diversas hipótesis acerca de la posibilidad de que inteligencias procedentes de fuera de nuestro planeta posean puntos de apoyo  subterráneos o subacuáticos en el planeta Tierra.  No voy a entrar aquí en el análisis de estas posibilidades, ya que forman parte de otro estudio que merece su propia dedicación.  

De forma que no voy a hablar de organizaciones como la Hollow Earth  Society (Sociedad de la Tierra Hueca) o el SAMISDAT, que buscan establecer contacto con supuestos habitantes del interior del planeta, la primera, mientras que la segunda echa leña al fuego de la existencia de toda una organización de ideología nazi —naturalmente vinculada a los personajes dirigentes de la Alemania nazi— que sobrevive bajo la piel de nuestro planeta, con entradas a su mundo especialmente en el polo Norte y de la Amazonıa brasileña.  
No voy a hablar de tales organizaciones ni de otras similares,  ni voy a entrar en el tema de Shamballah ni de Agartha —supuestos conceptos de lo que serían unos centros de control subterráneos en los confines del Asia central— ni en el del supuesto Rey del Mundo, porque no es el momento de negar ni de confirmar la validez de todos estos supuestos.  El día en que crea oportuno hablar de ellos, lo haré de la forma más clara posible.
Voy a centrarme en este artículo en los lugares que, en el continente americano, tienen mayores posibilidades de conectar con este mundo inteligente subterráneo que aflora en muchas narraciones de los indios del Norte, del Centro y del  Sur de este vasto continente, recogidas desde la época de la conquista hasta nuestros días.  
Para darle algún orden a la exposición de estos lugares —y dado que la datación cronológica de los supuestos túneles se pierde en la indefinición— voy a recorrer en las páginas que siguen, América comenzando por el Norte para  terminar, en trayecto descendente sobre el mapa, en el Norte de Chile.
Quede dicho, antes de descender, que hay más de un investigador que afirma que el polo Norte alberga tierras cálidas y la entrada hacia un mundo interior.

El monte Shasta
Los indios hopi afirman que sus antepasados proceden de unas tierras hundidas en un pasado remoto en lo que hoy es el Océano Pacifico. Y que quienes les ayudaron en su éxodo hacia el continente Americano fueron unos seres de apariencia humana que dominaban la técnica del vuelo y la de la construcción  de  túneles  e instalaciones  subterráneas.  
Los  hopi están asentados hoy en  día  en  el  estado  de  Arizona,  cerca  de  la  costa  del  Pacifico.  Entre  ellos y  la  costa,  se  halla el  estado de California.  Y en el extremo  norte  de  este estado existe un volcán nevado, blanco, llamado Shasta.  Las leyendas indias del lugar explican que en su interior se halla una inmensa ciudad que sirve de  refugio a una raza de hombres  blancos, dotados de poderes superiores, supervivientes de una  antiquísima  cultura  desaparecida  en  lo  que  hoy  es  el Océano Pacifico.  El único supuesto testigo que accedió a la ciudad, el médico Dr. Doreal, afirmó en 1931 que la forma de construcción de sus edificios le recordó las construcciones mayas o aztecas.
El nombre Shasta no procede del inglés, ni de ninguno de los idiomas ni dialectos indios.  En cambio, es un vocablo sánscrito, que significa sabio, venerable y juez.  Sin tener noción del sánscrito, las tradiciones indias hablan  de  sus  inquilinos  como  de  seres venerables que moran en el  interior de la montaña blanca por ser esta una puerta de acceso a un mundo interior de antigüedad milenaria.
Notificaciones más recientes de los  habitantes  de  la cercana  colonia  de leñadores  de  Weed refieren  apariciones  esporádicas  de seres vestidos con túnicas blancas que entran y salen de la montaña, para volver a desaparecer al tiempo que se aprecia un fogonazo azulado.
Narraciones recogidas de los indios sioux y apaches confirman la convicción de los hopi y de los indígenas de la región del monte Shasta, de que en el subsuelo del continente americano mora una raza de seres de tez blanca, superviviente de una tierra hundida en el océano.  Pero también mucho más al norte, en Alaska y en zonas mas norteñas aún, esquimales e indios hablan una y otra vez de la raza de hombres blancos que habita en el subsuelo de sus territorios.

Una ciudad bajo la pirámide
Descendiendo hacia el Sur, recogí en la  primavera  de  1977  en  México  la creencia de que bajo la pirámide del Sol en Teotihuacán (la ciudad de los dioses ), se esconde por el lado opuesto de la corteza terrestre —o sea en el interior  del  subsuelo—  una ciudad en la cual se afirma que se halla el dios blanco.

400 edificios vírgenes
Si de aquí nos trasladamos a la península del Yucatán, hallaremos en su extremo norte, oculta en la espesura de la selva, una  ciudad descubierta en 1941 que se extiende  sobre  un  área  de  48  km2, y  que  guarda  en  el  silencio  del  olvido  más  de  400 edificios que en alguna época remota conocieron esplendor.  
Fue hallada por un grupo de muchachos que, jugando en las inmediaciones de una laguna en la que solían bañarse, se toparon con un muro de piedras trabajadas, oculto por la vegetación.  No teniendo los mexicanos recursos suficientes para acometer la exploración del lugar, requirieron ayuda norteamericana, acudiendo dos arqueólogos especializados en cultura maya, adscritos al Middle American Research Institute de la Universidad de New Orleans.  
También ellos determinaron que el proyecto de limpieza y estudio de  la  enorme  ciudad sobrepasaba  sus  posibilidades,  por  lo  que  habría  que crear  una  asociación  con  otras entidades.   La  guerra  logró  que  el  proyecto fuera  momentáneamente archivado.  Hasta  que,  en 1956,  la  Universidad  de New Orleans, asociada esta vez con la National Geographic Society y con el Instituto Nacional de Antropología de México reemprendió las investigaciones.  
Andrews, el arqueólogo que dirigía la expedición, se dedicó —mientras el equipo de trabajadores comenzaba la desobstrucción de las edificaciones— a recoger informaciones entre los indios de la región. Un chamán le hizo saber que la ciudad se llamaba Dzibilchaltún, palabra que era desconocida en el idioma maya local, y que la laguna era llamada Xlacah, cuya traducción sería ciudad vieja.

La ciudad engullida
Queriendo averiguar el motivo de este nombre, le fue narrada al arqueólogo norteamericano una leyenda transmitida por los indios de generación en generación, y que afirmaba que, en el fondo de la laguna, existía una parte de la ciudad que se alzaba arriba, en la jungla.  
De acuerdo con la narración del viejo  chamán,  muchos siglos antes  había  en  la ciudad de Dzibilchaltún  un gran palacio,  residencia del cacique. Cierta tarde llegó al lugar un anciano desconocido que le solicitó hospedaje al gobernante. Si bien demostraba una evidente mala voluntad, ordenó sin embargo a sus esclavos que preparasen un aposento para el viajero.   
Mientras tanto, el anciano  abrió  su bolsa de viaje y de  ella  extrajo una enorme  piedra preciosa  de  color  verde,  que  entregó  al soberano como prueba de gratitud por el hospedaje. Sorprendido con el inesperado presente, el cacique interrogó al huésped acerca del lugar del que procedía la piedra.  

Como el anciano rehusaba responder, su anfitrión le preguntó si llevaba en la  bolsa  otras  piedras preciosas. Y dado que el interrogado continuó manteniéndose en silencio, el soberano montó en cólera y ordenó a sus servidores que ejecutasen inmediatamente al extranjero.  
Después del crimen, que violaba las normas sagradas del hospedaje, el  propio cacique revisó la bolsa de su víctima, suponiendo que encontraría en ella más objetos valiosos.  Más, para su desespero, solamente halló unas ropas viejas y una piedra negra sin mayor atractivo.  Lleno de rabia, el soberano arrojó la piedra fuera del palacio.
En cuanto cayó a tierra, se originó una formidable explosión, e inmediatamente la tierra se abrió engullendo el edificio, que desapareció bajo las aguas del pozo, surgido éste en el punto exacto en el que cayó a tierra la piedra.  El cacique, sus servidores y su familia fueron a parar al fondo de la laguna, y nunca más fueron vistos.  Hasta aquí la leyenda.
Pero  continuemos  con  estas  ruinas  del  Yucatán  septentrional.  La  expedición  acabó por desobstruir una pirámide  que albergaba ídolos  diferentes de  las  representaciones  habituales  de las  divinidades  mayas.   Otro  edificio cercano se revelaría como mucho más importante. 

Se trataba de una construcción que difería totalmente de los estilos tradicionales mayas, ofreciendo características arquitectónicas jamás vistas en ninguna de las ciudades mayas conocidas.  En el interior del templo —adornado todo él con representaciones de animales marinos— Andrews descubrió un santuario secreto, tapiado con una pared, en el que se encontraba un altar con siete ídolos que representaban a seres deformes, híbridos entre peces y hombres.  
Seres similares por lo tanto a aquellos que en tiempos remotos revelaron inconcebibles conocimientos astronómicos a los dogones, en el África central,  y a aquellos otros que nos refieren las tradiciones asirias cuando hablan de su divinidad Oannes.
En 1961, Andrews regresó a Dzibilchaltún, acompañado en esta ocasión de  dos experimentados submarinistas, que  debían completar con  un mejor equipamiento la tentativa de inmersión efectuada en 1956 por David Conkle y  W. Robbinet, que alcanzaron una profundidad  de  45  metros, a  la  cual desistieron  en  su  empeño  debido  a  la  total  falta  de  luz  reinante.   
En esta segunda  tentativa,  los  submarinistas  fueron  el  experimentado  arqueólogo Marden, famoso  por haber hallado en 1956 los restos  de  la  H.M.S  Bounty, la  nave  del  gran  motín,  y  B. Littlehales.  Después  de  los  primeros  sondeos, vieron claro que la laguna se desarrollaba en una forma parecida a una bota, prosiguiendo bajo tierra hasta un punto que a los arqueólogos submarinistas les  fue  imposible  determinar.   

Al  llegar  al  fondo  de  la  vertical,  advirtieron que existía  allí  un  declive  bastante pronunciado, que se encaminaba hacia el tramo subterráneo del  pozo.  Y  allí  se  encontraron  con varios restos de columnas labradas y con restos de otras construcciones. Con lo cual parecía confirmarse que la leyenda del  palacio sumergido se  fundamentaba en  un suceso real.
Este enclave del Yucatán presenta certeras similitudes con las ruinas de Nan  Matol,  la  ciudad muerta  del  océano  Pacifico  del  que afirman  proceder  los  indios  americanos.  También  allí  se conserva  una  enigmática  ciudad abandonada y devorada por la jungla, a cuyos pies, en las profundidades del mar,  los  submarinistas  descubrieron  igualmente  columnas  y  construcciones engullidas por el agua.

El emperador del universo
Nos vamos a la otra costa de México, ligeramente más al Sur.  En Jalisco, y a unos 120 km tierra adentro del cabo Corrientes, cuentan los indígenas que se oculta un templo subterráneo en el que antaño fue venerado el emperador del universo.  Y que, cuando finalice el actual ciclo evolutivo, volverá a gobernar la Tierra con esplendor el antiguo pueblo desplazado. Tal afirmación guarda relación con el legado que encierran los pasadizos de Tayu Wari, en la selva del Ecuador.

Las láminas de oro de los lacandones
De aquí hacia  el  Sur,  al  estado  mexicano de Chiapas,  junto a  la frontera con Guatemala.  Allí moran unos indios diferentes, de tez blanca, por cuyos secretos subterráneos ya se había interesado en marzo de 1942 el mismo presidente Roosevelt.  
Pues cuentan los lacandones que saben de sus antepasados que en la extensa red de subterráneos que surcan su territorio, se hallan en algún lugar secreto unas láminas de oro, sobre las que alguien dejó escrita la historia de los pueblos antiguos del mundo, amén de describir con precisión lo  que sería  la  Segunda  Guerra  Mundial,  que  implicaría  a  todas  las  naciones más poderosas de la Tierra.  
Este relato llega a oídos de Roosevelt a los pocos meses de sufrir los Estados Unidos el ataque japonés a Pearl Harbor. Semejantes planchas  de  oro  guardan  estrecha  relación, igualmente, con las que luego veremos se esconden en los citados túneles de Tayu Wari, en el Oriente ecuatoriano.

50 km de túnel
Prosigamos hacia el Sur. El  paso siguiente que se da desde Chiapas pisa tierra guatemalteca.  En el año 1689 el misionero Francisco Antonio Fuentes y Guzmán no tuvo inconveniente en dejar descrita la maravillosa estructura de los túneles del pueblo de Puchuta, que recorre el interior de la tierra hasta el  pueblo  de  Tecpan, en Guatemala, situado a unos 50 km del inicio de la estructura subterránea.

A México en una  hora
A finales de los 40 del siglo pasado apareció un libro titulado  Incidentes de un  viaje  a  América Central,  Chiapas  y  el  Yucatán, escrito  por  el  abogado norteamericano John Lloyd Stephens, que en misión diplomática visitó Guatemala en compañía  de  su amigo el artista Frederick  Catherwood.  
Allí,  en Santa Cruz del Quiché, un anciano sacerdote español le narró su visita, años atrás, a una zona situada al otro lado de la sierra y a cuatro días de camino en  dirección  a  la  frontera mexicana,  que  estaba  habitada  por  una  tribu  de indios  que  permanecían aún en el estado original en que se hallaban antes de  la  conquista.   
En conferencia de prensa celebrada en New York  tiempo después de la publicación del libro, añadió que, recabando más información por la zona, averiguó  que dichos indios  habrían  podido  sobrevivir en  su  estado  original  gracias a  que  —siempre  que aparecían tropas  extrañas— se escondían bajo tierra, en un mundo subterráneo dotado de luz, cuyo secreto les fue legado en tiempos antiguos por los dioses que habitan bajo tierra.  Y aportó su propio testimonio de haber comenzado a desandar un túnel debajo de uno de los edificios de Santa Cruz  del  Quiché,  por  el  que  en  opinión de los indios antiguamente se llegaba en una hora a México.

El templo de la Luna
En octubre de 1985 tuve ocasión de acceder junto con Juan José Benítez, con los hermanos Vilchez y con mi buena amiga Gretchen Andersen —que, dicho sea de paso, nació al pie del monte Shasta en el que inicié este artículo— a un túnel excavado en el subsuelo de una finca situada en los montes de Costa Rica.  
Nos internamos en una gran cavidad que daba paso a un túnel artificial que descendía casi en vertical hacia las profundidades de aquel terreno.  Los lugareños —que estaban desde hace años limpiando aquel túnel de la tierra y las piedras que lo taponaban— nos narraron su historia, afirmando que al final  del  mismo  se  halla  el templo de la  Luna, un edificio sagrado, uno de los varios edificios expresamente construidos bajo tierra hace milenios por una raza desconocida, que de acuerdo con sus registros había construido una ciudad subterránea de más de 500 edificios.

La biblioteca secreta
Y ya bastante más  al  Sur,  me  interné  en  1986  en  solitario  en  la  intrincada selva que, en el Oriente amazónico ecuatoriano, me llevaría hasta la boca del sistema de túneles conocidos por Los Tayos —Tayu Wari en el idioma de los jíbaros  que  los  custodian—, en  los  que  el  etnólogo, buscador,  aventurero  y minero húngaro Janos Moricz había hallado años atrás, y después de buscarla por todo el subcontinente sudamericano, una auténtica biblioteca de planchas de  metal.    
En ellas, estaba grabada con signos  y  escritura  ideográfica  la relación  cronológica de la historia de  la Humanidad, el  origen del hombre sobre la Tierra y los conocimientos científicos de una civilización extinguida.

Las ciudades subterráneas de los dioses
Por los testimonios recogidos, a partir de allí partían dos sendas subterráneas principales: una se dirigía al Este hacia la cuenca amazónica  en  territorio brasileño, y la otra se dirigía hacia el Sur, para discurrir por el subsuelo peruano hasta el Cuzco, el lago Titicaca en la frontera con Bolivia, y finalmente alcanzar la zona lindante a Arica, en el extremo norte de Chile.
De acuerdo  por  otra  parte  con  las  informaciones  minuciosamente  recogidas  en  Brasil  por  el periodista alemán  Karl Brugger, con  cuyo  asesinato en  la  década  de  los  80  desaparecieron  los documentos  de  su investigación, se hallarían en la cuenca alta del Amazonas diversas ciudades ocultas en la espesura, construidas por seres  procedentes  del  espacio  exterior en épocas remotas, y que conectarían con  un sistema de  trece ciudades ocultas en el interior de la cordillera de los Andes.

Los refugios de los incas
Enlazando con estos conocimientos, sabemos desde la época de la conquista que los nativos ocultaron sus enormes riquezas bajo el subsuelo, para evitar el saqueo de las tropas españolas. Todo parece indicar que utilizaron para ello los sistemas de subterráneos ya existentes desde muchísimo antes, construidos por una raza muy anterior a la inca, y a los que algunos de ellos tenían acceso gracias al legado de sus antepasados.  Posiblemente, el desierto de Atacama en Chile sea el final del trayecto, en el extremo Sur.
Estamos  hablando  pues,  al  final  del  trayecto,  de  la  zona  que  las  tradiciones de los indios hopi citados al inicio de esta artículo —allá arriba en la Arizona norteamericana—,  señalan  como punto de  arribada de  sus antepasados cuando —ayudados por unos seres que dominaban tanto el secreto del vuelo como el de la construcción de túneles y de instalaciones subterráneas—, se vieron obligados a abandonar precipitadamente las tierras que ocupaban en lo que hoy es el Océano Pacífico.
Pero la localización de las señales concretas —que  existen—,  el desciframiento  adecuado  de  sus claves correctoras —que las  hay—,  así como la decisión de dar el paso comprometido al interior, es —como siempre sucede en todo buscador sincero— una labor tan comprometida como intransferible.

 Por: Andreas Faber-Kaiser

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