noviembre 01, 2012

EL DUODÉCIMO PLANETA Zecharia Sitchin (2)



Hasta la aparición del telescopio, los astrónomos europeos aceptaban sólo las 19 constelaciones reconocidas por Ptolomeo en el hemisferio norte. Hacia 1925, cuando se acordó la clasificación actual, se habían reconocido 28 constelaciones en lo que los sumerios llamaban el Camino de Enlil. No debería de sorprendernos que, a diferencia de Ptolomeo, los primitivos sumerios reconocían, identificaban, nombraban y listaban ¡todas las constelaciones del hemisferio norte!


El Camino de Ea planteó serios problemas a los asiriólogos que asumieron la inmensa tarea de desentrañar el conocimiento astronómico antiguo no sólo en los términos del conocimiento moderno, sino también basándose en el aspecto que debían tener los cielos hace siglos o milenios. Observando los cielos meridionales desde Ur o Babilonia, los astrónomos mesopotámicos sólo podían ver poco más de la mitad de los cielos del hemisferio sur; el resto se encontraba por debajo del horizonte. Sin embargo, aunque correctamente identificadas, algunas de las constelaciones del Camino de Ea estaban por debajo del horizonte. Pero, para los expertos, aún se planteaba un problema mayor. Si, como suponían, los mesopotámicos creían (como los griegos más tarde) que la tierra era una masa de tierra firme sobre la caótica oscuridad de un mundo inferior (el griego Hades) -un disco plano sobre el cual se arqueaban los cielos en semicírculo-, ¡no debería de haber absolutamente ningún cielo en el sur!



Limitados por la suposición de que los mesopotámicos sostenían la idea de una Tierra plana, los estudiosos modernos no podían permitir que sus conclusiones les llevaran muy por debajo de la línea ecuatorial que divide el norte del sur. Sin embargo, las evidencias demuestran que los tres «caminos» sumerios abarcaban todos los cielos del globo, no del plano, terrestre.



En 1900, T. G. Pinches informó en la Royal Asiatic Society que había reconstruido completamente un astrolabio (literalmente, «cogedor de estrellas») mesopotámico. Pinches les mostró un disco circular, dividido como una tarta en doce secciones y tres anillos concéntricos, dando como resultado un campo de 36 porciones. El diseño total tenía el aspecto de una roseta de doce «pétalos», cada uno de los cuales tenía el nombre de un mes escrito en él. Pinches los marcó del I al XII por conveniencia, comenzando con Nisannu, el primer mes del calendario mesopotámico. (Fig. 94)

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Cada una de las 36 secciones tenía también un nombre con un circulito debajo, dando a entender que era la denominación de un cuerpo celeste. Desde entonces, estos nombres se han encontrado en muchos textos y «listas de estrellas», e, indudablemente, son los nombres de constelaciones, estrellas o planetas.


Cada una de las 36 secciones tenía escrito también un número debajo del nombre del cuerpo celeste. En el anillo interior, los números iban del 30 al 60; en el anillo central, del 60 (escrito como «1») al 120 («2» en el sistema sexagesimal, que significa 2 x 60 = 120); y en el anillo exterior, del 120 al 240. ¿Qué representaban estos números?



Casi cincuenta años después de la presentación de Pinches, el astrónomo y asiriólogo O. Neugebauer (A History ofAncient Astronomy: Problems and Methods) sólo pudo decir que «la totalidad del texto conforma una especie de mapa celeste esquemático... en cada uno de los 36 campos encontramos el nombre de una constelación y unos números sencillos cuyo significado aún no está claro». Un destacado experto en el tema, B. L. Van der Waerden(Babylonian Astronomy: The Thirty-Six Stars), reflexionando sobre el aparente ascenso y descenso de los números según un ritmo, sólo pudo sugerir que «los números tienen algo que ver con la duración de la luz diurna».



Creemos que el rompecabezas se puede resolver sólo con que descartemos la idea de que los mesopotámicos creían en una Tierra plana, y con que reconozcamos que sus conocimientos astronómicos eran tan buenos como los nuestros, no porque tuvieran mejores instrumentos de los que tenemos nosotros, sino porque sus fuentes de información provenían de los nefilim.



Sugerimos que los enigmáticos números representan grados del arco celeste, con el Polo Norte como punto de inicio, y que el astrolabio era un planisferio, la representación de una esfera sobre una superficie plana.



Mientras los números aumentan o decrecen, los de las secciones opuestas en el Camino de Enlil (como Nisannu-50, Tashritu-40) suman 90, en el Camino de Anu suman 180, y en el Camino de Ea suman 360 (como Nisannu 200, Tashritu 160). Estas cifras son demasiado familiares como para ser mal interpretadas; representan los segmentos de una circunferencia esférica completa: un cuarto del camino (90 grados), medio camino (180 grados) y el círculo total (360 grados).



Los números dados para el Camino de Enlil están emparejados así para mostrar que este segmento sumerio de los cielos septentrionales se extendía unos 60 grados desde el Polo Norte, bordeando el Camino de Anu en los 30 grados por encima del ecuador. El Camino de Anu era equidistante a ambos lados del ecuador, llegando a los 30 grados sur por debajo de éste. Después, más al sur y en lo más alejado del Polo Norte, estaba el Camino de Ea, esa parte de la Tierra y del globo celeste que se encuentra entre los 30 grados sur y el Polo Sur. (Fig. 95)

Los números de las secciones del Camino de Ea suman 180 grados en Addaru (Febrero-Marzo) y Ululu (Agosto-Septiembre). El único punto que está a 180 grados del Polo Norte, tanto si vas al sur por el este como si vas por el oeste, es el Polo Sur. Y esto sólo se puede sostener como cierto si uno está tratando con una esfera.


La precesión es un fenómeno que viene provocado por el bamboleo del eje norte-sur de la Tierra, y que lleva a que el Polo Norte (el que apunta a la Estrella Polar) y el Polo Sur tracen un gran círculo en los cielos. El aparente retardo de la Tierra contra las constelaciones de estrellas suma alrededor de 55 segundos de arco por año, o un grado cada 72 años. El gran círculo -el tiempo que le lleva al Polo Norte terrestre volver a apuntar a la Estrella Polar- emplea, por tanto, 25.920 años (72 por 360), y esto es lo que los astrónomos llaman el Gran Año o el Año Platónico (pues, según parece, Platón también sabía de este fenómeno).



El orto y el ocaso de diversas estrellas se tenía por importante en la antigüedad, y el cálculo preciso del equinoccio de primavera, que daba entrada al Año Nuevo, se relacionaba con la casa zodiacal en la cual tenía lugar. Debido a la precesión, el equinoccio de primavera y los demás fenómenos celestes, al retardarse de año en año, terminaba por retrasarse todo un signo zodiacal cada 2.160 años. Nuestros astrónomos continúan empleando el «punto cero» («el primer punto de Aries»), que marcó el equinoccio de primavera alrededor del año 900 a.C, pero este punto se encuentra ahora bien entrado en la casa de Piscis. En los alrededores del 2100 d.C, el equinoccio de primavera comenzará a ocupar la casa precedente, la de Acuario. Esto es lo que están queriendo decir los que afirman que estamos a punto de entrar en la Era de Acuario. (Fig. 96)

Debido a que el cambio de una casa zodiacal a otra lleva más de dos milenios, los expertos se preguntan cómo y dónde pudo enterarse Hiparco del tema de la precesión en el siglo II a.C. Ahora sabemos que su fuente fue sumeria. Los descubrimientos del profesor Langdon revelan que el calendario nippuriano, establecido alrededor del 4400 a.C, en la Era de Tauro, refleja el conocimiento de la precesión y el cambio de casas zodiacales que tuvo lugar 2.160 años antes de ése.


El profesor Jeremias, que vinculó los textos astronómicos mesopotámicos con los textos astronómicos hititas, también era de la opinión de que las tablillas astronómicas más antiguas registraban el cambio de Tauro a Aries, y llegó a la conclusión de que los astrónomos mesopotámicos predijeron y anticiparon el cambio de Aries a Piscis.



Suscribiéndose a estas conclusiones, el profesor Willy Hartner (The Earliest History of the Constellations in the Near East) sugería que los sumerios dejaron abundantes evidencias gráficas a tal efecto. Cuando el equinoccio de primavera estaba en el signo de Tauro, el solsticio de verano tenía lugar en Leo. Hartner llamó la atención sobre el recurrente motivo del «combate» entre un toro y un león que aparece en las representaciones sumerias de las épocas más primitivas, y sugirió que estos motivos reflejaban las posiciones claves de las constelaciones de Tauro (Toro) y Leo (León) para un observador en los 30 grados norte (la posición de Ur) alrededor del 4000 a.C. (Fig. 97)

La mayoría de los expertos consideran que la insistencia de los sumerios en Tauro como su primera constelación no sólo es una evidencia de la antigüedad del zodiaco -fechado en los alrededores del 4000 a.C-, sino también una prueba del momento en que la civilización sumeria tuvo sus repentinos comienzos. El profesor Jeremias (The Old Testament in the Light of the Ancient East) encontró evidencias que demostraban que el «punto cero» cronológico-zodiacal sumerio se puso precisamente entre el Toro y los Gemelos; por éste y por otros datos, llegó a la conclusión de que el zodiaco se trazó en la Era de Géminis (los Gemelos), es decir, aún antes de que comenzara la civilización sumeria. Una tablilla sumeria que hay en el Museo de Berlín (VAT.7847) comienza la lista de constelaciones zodiacales con la de Leo, con lo que nos remonta a los alrededores del 11.000 a.C, cuando el Hombre recién comenzaba a labrar la tierra.


Pero el profesor H. V. Hilprecht (The Babylonian Expedition of the University of Pennsylvaniá) fue aún más lejos. Estudiando miles de tablillas que llevaban tabulaciones matemáticas, llegó a la conclusión de que «todas las tablas de multiplicación y de división de las bibliotecas de los templos de Nippur y Sippar, y de la biblioteca de Assurbanipal [en Nínive] se basan en [el número] 12960000». Al analizar este número y su significado, Hilprecht concluyó que sólo podía estar relacionado con el fenómeno de la precesión, y que los sumerios conocían el Gran Año de 25.920 años.



Claro está que ésta es una sofisticación astronómica fantástica en una época imposible.



Del mismo modo que es evidente que los astrónomos sumerios poseían un conocimiento que, posiblemente, no podían haber adquirido por sí mismos, también existen evidencias que demuestran que gran parte de su conocimiento no eran de uso práctico para ellos.



Esto no sólo tiene que ver con los sofisticadísimos métodos astronómicos que se utilizaban -¿quién en la antigua Sumer necesitaba realmente establecer un ecuador celeste, por ejemplo?-, sino también con la gran diversidad de textos elaborados que tratan de la medida de distancias entre las estrellas.



Uno de estos textos, conocido como AO.6478, hace una lista de 26 estrellas visibles importantes a lo largo de una línea que, en la actualidad, llamamos el Trópico de Cáncer, y da las distancias entre ellas, medidas de tres formas diferentes. El texto nos da primero las distancias entre estas estrellas en una unidad llamada mana shukultu («medido y pesado»). Se cree que éste era un ingenioso dispositivo que establecía una relación entre el peso del agua que escapaba por paso de tiempo. Hacía posible la determinación de distancias entre dos estrellas en términos de tiempo.



La segunda columna de distancias estaba en términos de grados del arco de los cielos. El día total (día y noche) se dividía en doce horas. El arco de los cielos comprendía un círculo total de 360 grados. Así pues, un beru u «hora doble» representaba 30 grados del arco de los cielos. Con este método, el paso del tiempo en la Tierra proporcionaba una medida de las distancias en grados entre los cuerpos celestes nombrados.



El tercer método de medida era el beru ina shame («longitud en los cielos»). F. Thureau-Dangin (Distances entre Etoiles Fixes) señaló que, mientras los dos primeros métodos estaban relacionados con otro fenómeno, el tercer método proporcionaba medidas absolutas. Un «beru celeste», según Thureau-Dangin y otros, era el equivalente a 10.692 metros de nuestros días. La «distancia en los cielos» entre las 26 estrellas se calculó en el texto sumando 655.200 «beru trazados en
los cielos».



Disponer de tres métodos diferentes de medida de distancias entre estrellas indica la gran importancia que se le daba al tema. Sin embargo, ¿quién entre los hombres y las mujeres de Sumer necesitaba este conocimiento, y quién de ellos pudo diseñar estos métodos y utilizarlos de forma tan precisa? La única respuesta posible es que los nefilim disponían de ese conocimiento y precisaban de tan exactas medidas.



Capaces de hacer viajes espaciales, después de llegar a la Tierra desde otro planeta, y de recorrer los cielos de la Tierra, los nefilim eran los únicos que podían poseer y, de hecho, poseían, en los albores de la civilización humana, los sofisticados métodos, las matemáticas y los conceptos de una astronomía avanzada, así como la necesidad de enseñar a los escribas humanos a copiar y registrar meticulosamente tablas y más tablas de distancias en los cielos, órdenes de estrellas y grupos de estrellas, ortos y ocasos helíacos, un complejo calendario solar-lunar-terrestre y el resto de conocimientos notables tanto del Cielo como de la Tierra.



Ante este panorama, ¿se puede creer aún que los astrónomos mesopotámicos, dirigidos por los nefilim, no supieran de la existencia de planetas más allá Saturno, que no conocieran Urano, Neptuno y Plutón? ¿Acaso sus conocimientos sobre la misma familia de la Tierra, el sistema solar, eran menos completos que los de las distantes estrellas, su orden y sus distancias?



La información astronómica de los tiempos antiguos se conservaba en centenares de textos detallados, de listas de cuerpos celestes, pulcramente dispuestas según el orden celeste, o según los dioses, los meses, las tierras o las constelaciones con las que estaban relacionados. A uno de estos textos, analizado porErnst F. Weidner (Hand-buch der Babylonischen Astronomie), se le ha llegado a llamar «La Gran Lista de Estrellas». En él, se hace una relación en cinco columnas de decenas de cuerpos celestes en función de sus relaciones mutuas, de los meses, de los países y deidades. Otro texto lista correctamente las principales estrellas de las constelaciones zodiacales. Un texto indexado como B.M.86378 ordenaba (en su parte no deteriorada) 71 cuerpos celestes por su situación en los cielos; y acerca de textos así podríamos estar hablando una y otra y otra y otra vez.



Gran cantidad de expertos se esforzaron por dar sentido a esta legión de textos, y en particular por identificar correctamente los planetas de nuestro sistema solar, aunque sus resultados parecen ser confusos. Como ya sabemos, sus esfuerzos estaban condenados al fracaso debido a la incorrecta suposición de que los sumerios y sus sucesores no sabían que el sistema solar era heliocéntrico, que la Tierra no era más que otro planeta y que había más planetas más allá de Saturno.



Al pasar por alto la posibilidad de que algunos de los nombres de las listas de estrellas se le pudieran aplicar a la misma Tierra, y al intentar aplicar los otros muchos nombres y epítetos sólo a los cinco planetas que, según creían, conocían los súmenos, los expertos terminaron llegando a conclusiones conflictivas. Algunos de ellos llegaron a sugerir que la confusión no era suya, sino de los caldeos -por algún motivo desconocido, dicen, los caldeos intercambiaron los nombres de los cinco planetas «conocidos».



Los sumerios se referían a todos los cuerpos celestes (planetas, estrellas o constelaciones) como MUL («lo que brilla en las alturas»). "El término acadio kakkab fue aplicado también por babilonios y asirios para designar a cualquier cuerpo celeste. Esta práctica acabó frustrando a los expertos que intentaban desentrañar los antiguos textos astronómicos. Pero algunos mul a los que se calificaba de LU.BAD designaban, claramente, a los planetas de nuestro sistema
solar.



Sabiendo que el nombre griego para los planetas era «errantes», los expertos leyeron LU.BAD como «oveja errante», a partir de LU («aquello que se pastorea») y BAD («alto y muy lejos»). Pero, ahora que hemos mostrado que los sumerios eran plenamente conscientes de la verdadera naturaleza de nuestro sistema solar, los otros significados del término bad («lo antiguo», «la fundación», «aquel donde está la muerte») asumen una importancia directa. Éstos últimos son epítetos adecuados para el Sol, de donde se sigue que, por lubad , los sumerios no entendían simplemente «oveja errante», sino «oveja» pastoreada por el Sol -los planetas de nuestro Sol.



La situación y las relaciones de los lubad entre ellos y con el Sol se describían en muchos textos astronómicos mesopotámicos. Había referencias a aquellos planetas que están «arriba» y a aquellos que están «debajo», y Kugler conjeturó acertadamente que el punto de referencia era la misma Tierra.



Pero, en su mayor parte, los planetas de los que se hablaba en el entramado de los textos astronómicos trataban de MUL.MUL -un término que tenía a los expertos en la incertidumbre. En ausencia de una solución mejor, la mayoría de los expertos acabaron coincidiendo en que el término mulmul identificaba a las Pléyades, un grupo de estrellas de la constelación de Tauro, y el único por el que pasaba el eje del equinoccio de primavera (tal como se veía desde Babilonia) en los alrededores del 2200 a.C. Los textos mesopotámicos solían indicar que el mulmul estaba compuesto por siete LU.MASH (siete «errantes que son familiares»), y los expertos asumieron que se trataba de los miembros más brillantes de las Pléyades, que se pueden ver con el ojo desnudo. El hecho de que, en función de la clasificación, el grupo tenga bien seis bien nueve de tales estrellas, y no siete, planteaba un problema; pero se dejó de lado por falta de una idea mejor sobre el significado de mulmul.



Franz Kugler (Sternkunde und Sterndienst in Babel) aceptó a regañadientes las Pléyades como solución, pero expresó su asombro cuando descubrió que en los textos mesopotámicos se afirmaba, sin ningún tipo de ambigüedad, que mulmul incluía no sólo a los «errantes» (planetas) sino también al Sol y a la Luna, con lo que la idea de las Pléyades se hacía insostenible. Kugler también se encontró con textos que afirmaban claramente que «mulmul ul-shu 12» {«mulmul es un grupo de doce»), de los cuales diez formaban un grupo diferenciado.



Sugerimos que el término mulmul se refería al sistema solar, utilizando la repetición (MUL.MUL) para indicar el grupo como una totalidad, como «el cuerpo celeste que comprende todos los cuerpos celestes».



Charles Virolleaud (L'Astrologie Chaldéenne), transliteró un texto mesopotámico (K.3558) que describe a los miembros del grupo mulmul o kakkabu/kakkabu . La última línea del texto es explícita:

Kakkabu / kakkabu.

El número de sus cuerpos celestes es doce.
Las estaciones de sus cuerpos celestes doce.
Los meses completos de la Luna es doce.
Los textos no dejan lugar a dudas: el mulmul -nuestro sistema solar- estaba compuesto por doce miembros. Quizás no debería de sorprendernos, pues el erudito griego Diodoro, al explicar los tres «caminos» de los caldeos y el consiguiente listado de 36 cuerpos celestes, afirmaba que «de aquellos dioses celestes, doce poseen autoridad principal; a cada uno de éstos, los caldeos les asignan un mes y un signo del zodiaco».


Ernst Weidner (Der Tierkreis und die Wege am Himmel) informó que, junto con el Camino de Anu y sus doce constelaciones zodiacales, algunos textos se referían también al «camino del Sol», que estaba compuesto también por doce cuerpos celestes: el Sol, la Luna, y diez más. La línea 20 de la llamada tablilla TE dice: «naphar 12 shere-mesh ha.la sha kakkab.lu sha Sin u Shamash ina libbi ittiqu», que significa, «todo en todo, 12 miembros adonde la Luna y el Sol pertenecen, donde orbitan los planetas».



Ahora podemos comprender la importancia del número doce en el mundo antiguo. El Gran Círculo de dioses sumerios, y, por tanto, de los dioses olímpicos, estaba compuesto exactamente por doce miembros; los dioses más jóvenes sólo podían entrar en este círculo si se retiraban los dioses más viejos. Del mismo modo, cualquier puesto libre se tenía que ocupar para mantener el número divino de doce. El principal círculo celeste, el camino del Sol con sus doce miembros, establecía el modelo según el cual cualquier otra franja celeste se dividía en doce segmentos o se le asignaban doce cuerpos celestes de importancia. Por consiguiente, el año tenía doce meses y el día tenía doce horas dobles. A cada división de Sumer se le asignaban doce cuerpos celestes como medida de buena suerte.



Muchos estudios, como el de S. Langdon (Babylonian Menolo-gies and the Semitic Calendar), muestran que la división del año en doce meses estaba relacionada, desde sus comienzos, con los doce Grandes Dioses. Fritz Hommel (Die Astronomie der alten Chaldaer) y otros después de él demostraron que los doce meses estaban estrechamente conectados con los doce signos zodiacales, y que ambos se derivaban de los doce cuerpos celestes principales.Charles F. Jean (Lexicologie sumerienne) reprodujo una lista sumeria de 24 cuerpos celestes que emparejaban a las doce constelaciones zodiacales con los doce miembros del sistema solar.



En un largo texto, identificado por F. Thureau-Dangin (Rituels accadiens) como el programa del templo para la Festividad de Año Nuevo en Babilonia, las evidencias para la consagración del doce como fenómeno celeste central son persuasivas. El gran templo, el Esagila, tenía doce puertas. Marduk se revestía de los poderes de todos los dioses celestes al recitarse doce veces la declaración «Mi Señor, no es Él mi Señor». Después, se invocaba la misericordia del dios doce veces, y la de su esposa doce veces. El total de 24 se emparejaba entonces con las doce constelaciones del zodiaco y los doce miembros del sistema solar.



En un mojón de piedra, tallado por un rey de Susa con los símbolos de los cuerpos celestes, se representan estos 24 signos: los doce signos familiares del zodiaco, y los símbolos que representan a los doce miembros del sistema solar. Estos eran los doce dioses astrales de Mesopotamia, así como de los hurritas, los hititas, los griegos y todos los demás panteones de la antigüedad. (Fig. 98)

Aunque nuestra base de cálculo natural es el número diez, el número doce se impregnó en todos los temas celestes y divinos mucho antes de que los sumerios desaparecieran. Hubo doce Titanes griegos, doce Tribus de Israel, doce partes en el mágico pectoral del Sumo Sacerdote de Israel. El poder de este doce celeste se transmitió a los doce Apóstoles de Jesús, e incluso en nuestro sistema decimal contamos del uno al doce, y sólo tras el doce volvemos al «diez y tres» (thirteen), «diez y cuatro», etc.


¿De dónde surgió, pues, este poderoso y decisivo número doce? De los cielos.



Pues el sistema solar -el mulmul- incluía también, además de todos los planetas que conocemos, el planeta de Anu, aquel cuyo símbolo -un cuerpo celeste radiante- representaba en la escritura sumeria al dios Anu y a lo «divino». «El kakkab del Cetro Supremo es una de las ovejas en mulmul», explicaba un texto astronómico. Y, cuando Marduk usurpó la supremacía y sustituyó a Anu como el dios asociado a este planeta, los babilonios dijeron: «El planeta de Marduk dentro de mulmul aparece».



Al enseñarle a la humanidad la verdadera naturaleza de la Tierra y los cielos, los nefilim no sólo informaron a los antiguos sacerdotes-astrónomos de la existencia de los planetas más allá de Saturno, sino también de la existencia del planeta más importante, aquel del cual vinieron: EL DUODÉCIMO PLANETA.

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