diciembre 13, 2012

Los reyes que llegaron de las estrellas (1)


¿Son los semidioses sólo el fruto de la fantasía, o las tradiciones que nos narran sus aventuras y reinados recogen la memoria de una época remota durante la cual seres provenientes de otros mundo
s descendieron sobre la Tierra y se mezclaron con los humanos? 
Artículo de José A. Campaña publicado en el núm. 122 de Año / Cero 

Se decía que Alejandro Magno no era hijo de Filippo el Bárbaro, sino de la unión de su madre, Olimpia, con el dios egipcio Amón Ra. 

Nectanebus, un faraón de visita en la corte macedonia, habría sido «el vehículo» utilizado por el dios para seducir a la madre de Alejandro. El caso es que, tras derrotar a los persas en Arbelas (331 a. C.) y apoderarse de Egipto, Alejandro peregrinó al oasis de Siwa, sede del oráculo de Amón Ra; allí, el «Oculto» certificó ante los hierofantes egipcios su origen divino, aunque anunció que moriría joven. 

Alejandro fue uno de tantos gobernantes de la antigüedad que declaró abiertamente su filiación divina, haciéndose adorar en vida. No hay nada de extraño en ello. Desde épocas remotas, reyes, sacerdotes, e incluso pueblos enteros, se han considerado descendientes de unos seres inmortales. Estas entidades habrían llega- do en tiempos remotos para iniciar a nuestros antepasados en los principios de la agricultura y la ganadería, así como en las construcciones de piedra, propiciando con su intervención la gran revolución del Neolítico. 

Un día, estos señores alados -conocidos también como «los Vigilantes» o «los Luminosos»- habrían regresado a las estrellas, no sin antes asegurar la continuación de su obra civilizadora y de mezclar su sangre -aparentemente de color azul- con la de unos pocos, seleccionados por su capacidad intelectual para dirigir la evolución de sus congéneres. Ellos habrían sido nuestros primeros reyes, entre quienes se contaría Osiris, el hombre-dios que reinó durante el Tiempo Primero, cuando las pirámides no existían y el desierto que hoy las rodea era un lujurioso vergel. Los primeros textos sumerios nos hablan de los anunnaki -unos seres similares a las deidades egipcias- que se asentaron en las cuencas del Tigris y el Éufrates hacia el 9.000 a.C., creando un jardín o reserva biológica que recuerda sospechosamente al Edén del Génesis. 

El Libro de Enoc, un apócrifo bíblico, explica que algunos de estos seres hallaron la forma de «cruzarse» con las hijas de los hombres. Así generaron la estirpe de los Nephilim o los «Gigantes», cuya maldad, produjo el Diluvio Universal ¿Eran estos «Vigilantes Caídos» seres extraterrestres anfibios, como parece deducirse de la leyenda sumeria del dios Oannes y también de las tradiciones de los dogon centroafricanos? (ANO/ CERO, 93). 

Las tablillas halladas en Nippur, una ciudad babilónica de 5.000 años de antigüedad, relatan el conflicto entre Enlil, Enki y Ninlil por culpa de unos seres híbridos, nacidos de su carne y del barro, que eran capaces de multiplicarse. Pero el mayor problema es que, al parecer, estos hombres de arcilla habrían heredado la longevidad de sus creadores, convirtiéndose poco menos que en inmortales, y eso fue lo que produjo la guerra entre dos facciones rivales de los anunnaki o ananange, según sostiene Christian O'Brien, en The genios of the few. El caso es que «los de la Serpiente» quisieron defender su creación; pero sus oponentes -los «Ángeles del Señor de los Espíritus» del texto enoquiano-- combatieron contra ellos, desatándose una conflagración que desembocó en el Diluvio, ya que los sublevados vivían en ciudades submarinas y su destrucción originó una macro tormenta que anegó todo a su paso.

El Libro de Enoc describe los castigos a los que fueron sometidos Semyaza y la legión de arcángeles rebeldes que se juramentaron en el Monte Hermón para unirse a las «Hijas de los Hombres». Hace, además, una clara referencia a que la auténtica realeza del cielo procede del espíritu del Dios Uno, no de las mezclas genéticas efectuadas por unos Elohim locos, metidos a aprendices de brujos. Los últimos capítulos del libro señalan que Noé -el tataranieto de Enoc- y su descendencia fueron liberados por los mismos Vigilantes, a fin de que habitaran la tierra cuando sus opresores fueran recluidos en prisiones interdimensionales o arrojados al abismo exterior. 

Desde entonces, el arca o la barca solar constituye el símbolo de la monarquía divina, el emblema de «los salvados de las aguas» o «compañeros de Horus». Ellos son los que ponen los cimientos de la civilización egipcia, cuyos mitos hablan de un «montículo de tierra emergentes representado por el obelisco de la resurrección, sobre el que se posaba cada 500 años el Ave Fénix.
AKASICO

1 comentario:

Anónimo dijo...

No es ninguna teoría descabellada teniendo en cuenta la supuesta edad del Cosmos y sabiendo que nuestro planeta y nuestro Sistema Solar en el que vivimos es relativamente "joven" comparado con las miles de millones de galaxias más antiguas que la Vía Láctea muchas de ellas formadas pocos cientos de millones de años después del Big Bang, nos creemos "algo" y no somos más que una mota de polvo en el vasto océano cósmico que nos envuelve y nos abruma. Un saludo.

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