El Día del Juicio Final llegó en el año vigésimo cuarto, cuando Abraham, que estaba acampado cerca de Hebrón, tenía 99 años de edad.
«Y el Señor se le apareció en la arboleda de terebintos de Mambré, cuando estaba sentado a la entrada de la tienda, al calor del día. Y levantó lo ojos y miró, y vio -tres hombres estaban parados ante él; y, en cuanto los vio, corrió desde la entrada de la tienda hacia ellos, y se postró en tierra».
Ágilmente, desde la típica escena del potentado de Oriente Próximo descansando a la sombra de su tienda, el narrador bíblico del Génesis 18 hace que Abraham levante la mirada y lo sumerge -también sumerge al lector- en un repentino encuentro con los seres divinos. Aunque Abraham estaba en la puerta de su tienda, no vio a los tres que se aproximaban: de repente, estaban «parados ante él».
Y, aunque eran «hombres», reconoció su verdadera identidad de inmediato y se postró ante ellos, llamándoles «mis señores» y pidiéndoles que no «paséis de largo cerca de vuestro servidor» sin darle la ocasión de prepararles una suntuosa comida.
Anochecía cuando los divinos visitantes terminaron de comer y descansar, y su jefe, preguntándole por Sara, le dijo a Abraham:
«Volveré a ti por estas fechas el próximo año; para entonces, Sara, tu mujer, tendrá un hijo».
La promesa de un Heredero Legítimo para Abraham y Sara en su ancianidad no era la única razón para que se dejaran caer por donde se encontraba Abraham. Había otra razón más siniestra:
Y los hombres se levantaron de allí para ir a inspeccionar Sodoma.
Y Abraham fue con ellos para despedirles,
y el Señor dijo:
«¿Acaso voy a ocultarle a Abraham lo que estoy haciendo?».
El Señor, tras recordar los servicios prestados por Abraham y el futuro prometido, le desveló el verdadero objetivo del viaje divino: verificar las acusaciones contra Sodoma y Gomorra.
«Las protestas por Sodoma y Gomorra son grandes, y son graves las acusaciones contra ellas», y el Señor dijo que había decidido «bajar y comprobar; si todo es como las protestas que me han llegado, las destruiré por completo; y si no, he de saberlo».
La subsiguiente destrucción de Sodoma y Gomorra se ha convertido en uno de los episodios bíblicos que más se ha representado y del que más se ha predicado. Los ortodoxos y los fundamentalistas nunca dudaron de que el Señor Dios vertió literalmente fuego y azufre desde los cielos para borrar de la faz de la Tierra a estas ciudades pecadoras, mientras que los expertos, más sofisticados, han estado buscando tenazmente unas explicaciones «naturales» del relato bíblico: un terremoto, una erupción volcánica u otros fenómenos naturales que (lo admiten) se pudieran interpretar como un acto de Dios, el correspondiente castigo al pecado.
Pero, en lo que concierne al relato bíblico -que, hasta ahora, es la única fuente de interpretaciones-, el acontecimiento no fue, desde luego, una calamidad natural. Se describe como un acontecimiento premeditado: el Señor le desvela a Abraham con antelación lo que está a punto de suceder y por qué.
Es una acontecimiento evitable, no una calamidad provocada por fuerzas naturales irreversibles: la calamidad tendrá lugar sólo si las «protestas» contra Sodoma y Gomorra se confirman. Y, tercero (como pronto descubriremos), también era un acontecimiento posponible, un acontecimiento cuya ocurrencia podía darse antes o después, a voluntad.
Al percatarse de que la calamidad era evitable, Abraham empleó una táctica de desgaste argumental:
«Quizás haya cincuenta Justos en la ciudad», le dijo al Señor. «¿Vas a destruir el lugar y no lo vas a perdonar por los cincuenta Justos que hubiere dentro?». Y, rápidamente, añadió: «¡Tú no puedes hacer tal cosa, matar al justo con el malvado! ¡No puedes! ¡El Juez de Toda la Tierra no puede dejar de hacer justicia!».
¡Todo un sermón a su propia Deidad! Y la súplica era por evitar la destrucción -la premeditada y evitable destrucción-, si hubiera cincuenta Justos en la ciudad. Pero, en cuanto el Señor accedió a perdonar la ciudad en el caso de que hubiera esas cincuenta personas -número que pudo haber elegido sabiendo que con ello tocaría una fibra sensible-, Abraham se preguntó en voz alta si el Señor llevaría a cabo su destrucción si tan solo le faltaran cinco para ese número.
Y, cuando el Señor accedió a perdonar a la ciudad sólo con que hubiera cuarenta y cinco Justos, Abraham continuó rebajando el número a cuarenta, y luego a treinta, a veinte, a diez.
«Y el Señor dijo: 'No la destruiré si hubiera diez'; y partió en cuanto dejó de hablar con Abraham, y Abraham volvió a su sitio».
Al atardecer, los dos compañeros del Señor -la narración bíblica se refiere a ellos como Mal'akhim (traducido «ángeles», pero significa «emisarios») -llegaron a Sodoma con la intención de comprobar las acusaciones contra la ciudad y dar cuenta de sus descubrimientos al Señor. Lot, que estaba sentado a las puertas de la ciudad, reconoció al instante (al igual que hiciera Abraham antes) la naturaleza divina de los dos visitantes, quizás por su atuendo o sus armas, quizás por el modo en que llegaron (¿por el aire?).
Ahora le tocaba a Lot insistir en su hospitalidad, y los dos emisarios aceptaron la invitación de pasar la noche en su casa; pero no iba a ser una noche tranquila, pues la noticia de la llegada de los extraños agitó a toda la ciudad.
«No bien se habían acostado, la gente de Sodoma rodeó la casa; jóvenes y viejos, toda la población, de cada barrio; y llamaron a Lot y le dijeron: '¿Dónde están los hombres que vinieron contigo anoche? Tráelos para que los conozcamos'.»
Y cuando Lot se negó a complacerles, la turba intentó entrar por la fuerza en su casa; pero los dos Mal'akhim,
«hirieron a la gente que estaba en la entrada de la casa cegándolos, tanto a jóvenes como a viejos; y se cansaron intentando encontrar la entrada».
Los dos emisarios ya no precisaban de más indagaciones, al percatarse de que, de toda la gente de la ciudad, sólo Lot era «justo». El destino de la ciudad estaba firmado.
«Y le dijeron a Lot: '¿A quién más tienes aquí? Saca de este lugar a tu yerno, a tus hijos e hijas, y a cualquier otro pariente que tengas en la ciudad, pues la vamos a destruir».
Lot se apresuró para llevar la noticia a sus yernos, pero se encontró tan solo con la incredulidad y la risa. De modo que, al alba, los emisarios apremiaron a Lot para que escapara sin demora, tomando con él sólo a su mujer y a sus dos hijas solteras.
Pero Lot remoloneaba;
de manera que los hombres lo tomaron de la mano
lo mismo que a su mujer y a sus dos hijas
-pues la misericordia de Yahveh estaba sobre él-
y les sacaron fuera,
y les pusieron fuera de la ciudad.
Tras llevarse literalmente en volandas a los cuatro y dejarlos fuera de la ciudad, los emisarios le insistieron a Lot para que huyera a las montañas:
«¡Escapa, por vida tuya! No mires atrás, ni te pares en ningún sitio en la llanura», fueron las instrucciones; «escapa a las montañas, o perecerás».
Pero Lot, temiendo no llegar a tiempo a las montañas y «ser alcanzado por el Mal y morir», les hizo una propuesta: ¿Se podría retrasar la destrucción de Sodoma hasta haber llegado a la ciudad de Soar, la que más lejos estaba de Sodoma? Y, tras aceptar, uno de los emisarios le urgió a que se apresuraran en llegar allí:
«De acuerdo, escápate allá, porque no puedo hacer nada hasta que no llegues a esa ciudad».
Así pues, la calamidad no sólo era predecible y evitable, sino que también se podía posponer; y se podía destruir varias ciudades en diferentes ocasiones. Ninguna catástrofe natural podría haber reunido todas estas características.
El sol se elevaba sobre la Tierra cuando Lot llegó a Soar;
y el Señor hizo llover sobre Sodoma y Gomorra, desde los cielos,
azufre y fuego de parte de Yahveh.
Y Él destruyó aquellas ciudades y toda la llanura,
y a todos los habitantes de las ciudades
y toda vegetación que crece del suelo.
Las ciudades, la gente, la vegetación, todo resultó «arrasado» por el arma de los dioses. El calor y el fuego lo chamuscaron todo a su paso; la radiación afectó a las personas incluso en la distancia: la esposa de Lot, ignorando las advertencias de no detenerse y mirar atrás en su huida de Sodoma, se convirtió en un «pilar de vapor».* El «Mal» que Lot temía había caído sobre ella...
* La traducción tradicional y literal del término hebreo Netsiv melah ha sido «pilar de sal», y en la Edad Media se llegó a escribir mucho para explicar el proceso por el cual una persona se podía transformar en sal cristalina. Sin embargo, si -como creemos- la lengua madre de Abraham y Lot era el sumerio, y el acontecimiento se registró no en una lengua semita, sino en sumerio, entonces se nos plantea la posibilidad de una explicación completamente diferente y más plausible acerca de lo que le ocurrió a la mujer de Lot.
En un estudio presentado ante la American Oriental Society en 1918, y en el subsiguiente artículo de Beitráge zur Assyriologie, Paul Haupt demostró concluyentemente que el término sumerio NIMUR significaba tanto sal como vapor, debido al hecho de que las primitivas salinas de Sumer eran ciénagas cercanas al Golfo Pérsico. El narrador hebreo bíblico malinterpretó probablemente el término sumerio debido a que el Mar Muerto recibe el nombre en hebreo de El Mar de Sal, y escribió «pilar de sal» cuando, de hecho, la mujer de Lot se convirtió en un «pilar de vapor».
En relación con esto, conviene hacer notar que, en los textos ugaríticos, como por ejemplo en el relato cananeo de Aqhat (con sus muchas similitudes con el relato de Abraham), se describe la muerte de un ser humano a manos de un dios como el «escape de su alma como vapor, como humo por las ventanas de la nariz».
Y, de hecho, en la Epopeya de Erra, que según creemos es el registro sumerio de una destrucción nuclear, se describe la muerte de las personas a manos del dios así:
Haré desvanecerse a las personas,
sus almas se convertirán en vapor.
La desgracia de la mujer de Lot fue la de encontrarse entre aquéllos que se «convirtieron en vapor».
Una a una, las ciudades «que indignaron al Señor» fueron arrasadas, y en cada ocasión, se le permitió escapar a Lot:
Pues cuando los dioses devastaron las ciudades de la llanura,
los dioses se acordaron de Abraham,
y enviaron a Lot lejos de las ciudades de la devastación.
Y, tal como se le había dicho, Lot fue «a vivir a la montaña... y moró en una cueva, él y sus dos hijas con él».
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